En iraultzaklagunduz abogamos por la importancia de la transmisión generacional, pero creemos que esta tiene que ser bidireccional. Principalmente en el momento actual, donde todas las generaciones (jóvenes, menos jóvenes y mayores) reconocemos que hay entre nosotras algo más que una brecha generacional. Eso no se arregla con transmisión generacional unidireccional; y mucho menos si es del estilo contar batallitas, que, desgraciadamente, es lo que solemos hacer cada vez que se organizan actos o mesas redondas para que las generaciones mayores contemos / festejemos lo que hicimos o hicieron (pocas, muy pocas veces pensando en la verdadera transmisión generacional, esa que pueda aportar desde los errores y aciertos cometidos).
Pero, para que se pueda dar esa transmisión, hay que comenzar por posibilitar el diálogo intergeneracional. Para ello las generaciones mayores tenemos que ser capaces de escuchar (no solo oír) a las generaciones revolucionarias/transformadoras jóvenes, y a partir de ahí intentar entenderlas (compartamos o no su punto de vista). Porque solo sabiendo cómo analizan y cómo se colocan en la realidad actual, podremos saber qué de nuestra historia podría tener interés para ellas.
Escuchando (principalmente leyendo) a las generaciones jóvenes hay una cuestión que nos llama especialmente la atención: la casi nula apuesta por el asamblearismo como forma de organización. Algunas, por defender abiertamente un modelo centralizado y jerárquico, de vanguardias que a través de cuadros guían a masas. Otras, porque aun atreviéndose a poner en cuestión el modelo de organización revolucionario tradicional, piensan que el asamblearismo tiene sus límites, y que más allá de los pequeños / medianos colectivos locales, no es viable.
Es lo que percibimos en unos de los últimos textos de Kimua, publicado el pasado agosto y titulado Principios ideológicos y propuesta política, que si bien nos ha parecido valiente, y le reconocemos su capacidad para abrirse a aportaciones, ir evolucionando en planteamientos y, sobre todo, cuestionar verdades establecidas, sin embargo, por lo que a forma de organización se refiere, incluye planteamientos que parecen dar por hecho los límites de la horizontalidad y formas de proceder asamblearia cuando el movimiento crece y su dimensión alcanza los centenares o millares de personas. Nuestra experiencia nos ha demostrado que no necesariamente ha de ser así, porque hemos vivido una experiencia concreta que lo demuestra, y eso es lo que pretendemos narrar en los siguientes párrafos, esperando centrarnos en lo que pueda tener de aportación, e intentando rehuir las batallitas, las medallas o lo puramente anecdótico. Y sin entrar tampoco al detalle de cuestiones teóricas o de definición, más allá de las necesarias para, comprendiendo el ejemplo concreto, poder servir de aportación a las nuevas generaciones revolucionarias. A ver si lo conseguimos.
En el pasado relativamente reciente (hace 30-40 años) hubo un movimiento popular (en el Estado español, pero con especial relevancia en Euskal Herria) que llegó a abarcar varios cientos de colectivos locales (que en sus mejores momentos aglutinaban a algún millar de personas organizadas) ,y que funcionó durante varias décadas con una autoorganización asamblearia que, a pesar de algunos defectos, en general, demostró la viabilidad de esta forma de organización no solo para pequeños grupos o colectivos, sino para este tipo de estructuras complejas. Esa experiencia, por las características de las que se dotó (que abordaremos en esta entrada), hizo que la mayoría de quienes en ella tomamos parte terminásemos por imbuirnos de una forma concreta de entender no sola la militancia, sino la vida misma, más allá de locales y agendas, de tal forma que nos transformó, haciéndonos ver, además, que esa dimensión personal no tenía sentido sin una vocación colectiva y vital por la transformación social. Hablamos de la experiencia concreta del Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), que en Euskal Herria se concretaba en el Kontzientzia Eragozpen Mugimendua (KEM). Y esto lo escribe alguien que, tras ser parte del MOC y del KEM durante 15 años (de inicios de los 80 a mediados de los 90, que es el periodo que me limito a analizar[1]), lo dejó por discrepancias ideológicas y estratégicas (que me llevaron a seguir las luchas antimilitaristas desde otro colectivo), pero que hoy en día sigue pensando que en su compromiso militante y social ha sido -y continúa siendo- uno de los pilares fundamentales lo aprendido, vivido y compartido durante esos años.
Un movimiento revolucionario, radical y alternativo
Comencemos por aclarar que, aunque haya sectores a los que pueda sorprender, el MOC prácticamente desde sus inicios a finales de los 70 de definía como movimiento radical que aspiraba a la transformación social. Así, en lo que se considera su primera declaración ideológica en 1979, definía su concepción del antimilitarismo como «un planteamiento de lucha revolucionaria que se enfrenta a la estructura militar». Posteriormente en su nueva declaración ideológica de 1986, el MOC se definía a sí mismo como «un movimiento político, radical y alternativo, dedicado específicamente al trabajo antimilitarista, y que participa solidariamente del desarrollo común de otras luchas revolucionarias. Se organiza de forma asamblearia, sin dirigentes, con grupos locales que funcionan de manera autónoma y se coordinan a través de asambleas regionales y estatales». A lo que, un año después en otro texto público, añadía: «Cuando defendemos el derecho a no ser sometidos a estructuras anquilosadas cuyo objetivo es suministrar al poder herramientas para perpetuarse, no estamos solo defendiendo nuestra individualidad, sino que luchamos por una transformación profunda, radical, de las relaciones sociales, eliminando los mecanismos de dominación que permiten la supervivencia de una sociedad injusta.»