En iraultzaklagunduz abogamos por la importancia de la transmisión generacional, pero creemos que esta tiene que ser bidireccional. Principalmente en el momento actual, donde todas las generaciones (jóvenes, menos jóvenes y mayores) reconocemos que hay entre nosotras algo más que una brecha generacional. Eso no se arregla con transmisión generacional unidireccional; y mucho menos si es del estilo contar batallitas, que, desgraciadamente, es lo que solemos hacer cada vez que se organizan actos o mesas redondas para que las generaciones mayores contemos / festejemos lo que hicimos o hicieron (pocas, muy pocas veces pensando en la verdadera transmisión generacional, esa que pueda aportar desde los errores y aciertos cometidos).
Pero, para que se pueda dar esa transmisión, hay que comenzar por posibilitar el diálogo intergeneracional. Para ello las generaciones mayores tenemos que ser capaces de escuchar (no solo oír) a las generaciones revolucionarias/transformadoras jóvenes, y a partir de ahí intentar entenderlas (compartamos o no su punto de vista). Porque solo sabiendo cómo analizan y cómo se colocan en la realidad actual, podremos saber qué de nuestra historia podría tener interés para ellas.
Escuchando (principalmente leyendo) a las generaciones jóvenes hay una cuestión que nos llama especialmente la atención: la casi nula apuesta por el asamblearismo como forma de organización. Algunas, por defender abiertamente un modelo centralizado y jerárquico, de vanguardias que a través de cuadros guían a masas. Otras, porque aun atreviéndose a poner en cuestión el modelo de organización revolucionario tradicional, piensan que el asamblearismo tiene sus límites, y que más allá de los pequeños / medianos colectivos locales, no es viable.
Es lo que percibimos en unos de los últimos textos de Kimua, publicado el pasado agosto y titulado Principios ideológicos y propuesta política, que si bien nos ha parecido valiente, y le reconocemos su capacidad para abrirse a aportaciones, ir evolucionando en planteamientos y, sobre todo, cuestionar verdades establecidas, sin embargo, por lo que a forma de organización se refiere, incluye planteamientos que parecen dar por hecho los límites de la horizontalidad y formas de proceder asamblearia cuando el movimiento crece y su dimensión alcanza los centenares o millares de personas. Nuestra experiencia nos ha demostrado que no necesariamente ha de ser así, porque hemos vivido una experiencia concreta que lo demuestra, y eso es lo que pretendemos narrar en los siguientes párrafos, esperando centrarnos en lo que pueda tener de aportación, e intentando rehuir las batallitas, las medallas o lo puramente anecdótico. Y sin entrar tampoco al detalle de cuestiones teóricas o de definición, más allá de las necesarias para, comprendiendo el ejemplo concreto, poder servir de aportación a las nuevas generaciones revolucionarias. A ver si lo conseguimos.
En el pasado relativamente reciente (hace 30-40 años) hubo un movimiento popular (en el Estado español, pero con especial relevancia en Euskal Herria) que llegó a abarcar varios cientos de colectivos locales (que en sus mejores momentos aglutinaban a algún millar de personas organizadas) ,y que funcionó durante varias décadas con una autoorganización asamblearia que, a pesar de algunos defectos, en general, demostró la viabilidad de esta forma de organización no solo para pequeños grupos o colectivos, sino para este tipo de estructuras complejas. Esa experiencia, por las características de las que se dotó (que abordaremos en esta entrada), hizo que la mayoría de quienes en ella tomamos parte terminásemos por imbuirnos de una forma concreta de entender no sola la militancia, sino la vida misma, más allá de locales y agendas, de tal forma que nos transformó, haciéndonos ver, además, que esa dimensión personal no tenía sentido sin una vocación colectiva y vital por la transformación social. Hablamos de la experiencia concreta del Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), que en Euskal Herria se concretaba en el Kontzientzia Eragozpen Mugimendua (KEM). Y esto lo escribe alguien que, tras ser parte del MOC y del KEM durante 15 años (de inicios de los 80 a mediados de los 90, que es el periodo que me limito a analizar[1]), lo dejó por discrepancias ideológicas y estratégicas (que me llevaron a seguir las luchas antimilitaristas desde otro colectivo), pero que hoy en día sigue pensando que en su compromiso militante y social ha sido -y continúa siendo- uno de los pilares fundamentales lo aprendido, vivido y compartido durante esos años.
Un movimiento revolucionario, radical y alternativo
Comencemos por aclarar que, aunque haya sectores a los que pueda sorprender, el MOC prácticamente desde sus inicios a finales de los 70 de definía como movimiento radical que aspiraba a la transformación social. Así, en lo que se considera su primera declaración ideológica en 1979, definía su concepción del antimilitarismo como «un planteamiento de lucha revolucionaria que se enfrenta a la estructura militar». Posteriormente en su nueva declaración ideológica de 1986, el MOC se definía a sí mismo como «un movimiento político, radical y alternativo, dedicado específicamente al trabajo antimilitarista, y que participa solidariamente del desarrollo común de otras luchas revolucionarias. Se organiza de forma asamblearia, sin dirigentes, con grupos locales que funcionan de manera autónoma y se coordinan a través de asambleas regionales y estatales». A lo que, un año después en otro texto público, añadía: «Cuando defendemos el derecho a no ser sometidos a estructuras anquilosadas cuyo objetivo es suministrar al poder herramientas para perpetuarse, no estamos solo defendiendo nuestra individualidad, sino que luchamos por una transformación profunda, radical, de las relaciones sociales, eliminando los mecanismos de dominación que permiten la supervivencia de una sociedad injusta.»
Hay que señalar que fue un movimiento que tuvo que organizarse haciendo frente a una dura represión que supuso la cárcel para bastante gente. Y también que habitualmente llevaba a cabo acciones directas o actuaciones tácticas (muchas veces coordinadas entre bastantes localidades) para cuyo desarrollo era imprescindible el factor sorpresa, lo que implicaba cuidarse de forma especial de las fugas de información o infiltraciones. A pesar de lo que se suele pensar de las organizaciones asamblearias, en términos generales se consiguió evitar esos riesgos, a pesar del elevado número de personas que debían coordinarse para ello.
Dimensiones
Pero, para conocer las dimensiones del MOC y la forma de organización de la que se fue dotando, que es lo que importa a este texto, veamos cómo surgió. Sus pasos iniciales no fueron muy distintos a los que están llevando a cabo algunas de las iniciativas revolucionarias que se están desarrollando en Euskal Herria en la actualidad. En la segunda mitad de los años 70, y al calor de una situación política concreta (los estertores del franquismo) fueron surgiendo en el Estados español decenas de colectivos que se organizaban en torno a la objeción de conciencia contra el servicio militar (por aquel entonces prohibida y castigada con duras penas de cárcel). En enero de 1977 se reunieron en Madrid alrededor de 75 personas procedentes de 16 localidades distintas, decidiendo crear el MOC. La intención no era sino dotarse de un espacio de coordinación para los colectivos y personas que se estaban organizando para hacer frente al servicio militar (la mili). La diversidad ideológica inicial era pues, patente, aunque consiguieron llegar a un acuerdo que fijaba la pertenencia al MOC en la asunción de tres compromisos básicos: participar de las tareas comunes de incidencia política; contribuir a través de cada grupo a la economía común, y no actuar en contra de los acuerdos tomados en las asambleas del MOC, cuya periodicidad mínima se fijaba en dos al año.
Para 1979, aunque, los datos sobre las personas organizadas en torno al MOC son muy diversos según qué fuente, si nos quedamos con el dato que aportan personas que formaban parte de él en aquellos años[2], serían unos 800 objetores, organizados en 52 grupos locales. Con algún altibajo que otro, la organización siguió creciendo en los 80. Valga como ejemplo de ello que a finales de la década sólo en Catalunya se coordinaban alrededor de 25 grupos, y en Madrid, a mediados de los 80, llegó a contar con una estructura de 14 grupos de barrio[3].
La forma de organización
La forma de organización era aparentemente sencilla[4]: se articulaba desde los grupos locales, que eran autónomos y coordinaban las luchas a través de asambleas nacionales o regionales y de una asamblea estatal como órgano de decisión del MOC. El funcionamiento era totalmente asambleario y no existían puestos de mayor responsabilidad.
Veamos cómo se concretaba esto. Aunque es preciso añadir desde el principio una aclaración. Lo que se cuenta es la generalidad. Allá donde se ejerció esta forma de organización, cada colectivo tuvo que hacer frente a los problemas y distorsiones que se le fueran creando. Quienes más trabajado tenían algunas cuestiones fundamentales para el buen funcionamiento asambleario (luego entraremos en ello) menos problemas se encontraron, o más habilidades a la hora de resolverlos. Lo mismo sucedía en las coordinaciones zonales o estatales. Problemas surgían, y según la época o el momento se resolvían mejor o peor. El asamblearismo no es una receta, ni algo que se “instale” en un grupo, porque de repente se decida. Es una herramienta que se aprende a utilizar, que requiere de cuidados, arreglos, adaptaciones a cada realidad, renovaciones e innovaciones, ensayos, aciertos y errores… y mucha dedicación. Cuando se da por asentada y asumida, y se olvida su mantenimiento adecuado, tarde o temprano (normalmente temprano) se convierte en otra cosa. La apuesta por el asamblearismo supone un esfuerzo continuado por mantenerlo vivo en la práctica, más allá de las simples declaraciones o etiquetas. Pero es una apuesta que merece la pena, y habitualmente sienta las bases del resto del quehacer político y social de quienes lo practican.
Retomemos otra vez el relato. Efectivamente, los grupos locales eran autónomos. Esto suponía, por ejemplo, que en las diversas campañas que se ponían en marcha acordadas en las asambleas estatales, cada grupo decidía si se vinculaba o no. Decidían también su política de relaciones con los colectivos y organizaciones de su zona. Así como las cuestiones internas de cada colectivo (forma de financiarse, coordinaciones con otros colectivos y movimientos, periodicidad de reuniones, campañas en las que participaba, revistas o materiales que elaboraba, cuota que aportaba al fondo estatal, comunicados que difundía, acciones que llevaba a cabo, etc., etc.)
Nadie en la organización se encargaba de impulsar grupos locales del MOC por las distintas zonas. El proceso era el inverso. Allá donde la gente se organizaba contra el servicio militar u otros aspectos de lucha contra el militarismo constituyendo por iniciativa propia un grupo o colectivo, decidía si se vinculaba al MOC o no. El único requisito ideológico para vincularse era mostrar coincidencia con los objetivos políticos señalados en las declaraciones ideológicas (cuyo resumen hemos vito antes), y respetar los acuerdos adoptados en asambleas estatales y congresos[5]. Señalemos que el “respeto a los acuerdos” no suponía necesariamente el tener que cumplirlos (como veremos luego al hablar de la toma de decisiones por consenso), sino un mínimo de no trabajar en contra de esos acuerdos. También se animaba a los colectivos locales a prestar apoyo a las necesidades de la coordinación estatal, ya fuera encargándose de acoger en su localidad alguna reunión o encuentro[6], aportando a los gastos de coordinación (que tampoco eran elevados, principalmente las que acarreaban las relaciones internacionales), asumiendo tareas de dinamización o secretaría[7]…Y, sobre todo, acudiendo a las asambleas y encuentros habiendo debatido previamente las cuestiones recogidas en los órdenes del día previos. Si esta presencia no era posible, se animaba también a hacer llegar previamente las posturas del colectivo.
La frecuencia de las asambleas regionales dependía de cada zona, aunque era habitual que se reunieran con anterioridad a las estatales, cuyo calendario se fijaba con bastante anterioridad. En la asamblea precedente se fijaban los temas a abordar en la siguiente. Luego, claro está, se incorporaban cuestiones urgentes aparecidas con posterioridad (y cuya urgencia se consultaba previamente[8]), y era el grupo local coordinador entre ambas asambleas quien asumía el proponer a los grupos que también incluyeran esas cuestiones en el debate previo a la estatal. Las denominadas asambleas estatales (hay otro tipo de importantes encuentros para la salud del movimiento y la eficacia de la organización de los que luego hablaremos) podían ser de dos tipos. Asambleas de debate, sobre cuestiones teóricas y estratégicas, y asambleas de funcionamiento, donde se decidían y organizaban campañas, se trataba la relación con otros colectivos, relaciones internacionales, etc. Había un cierto criterio, no siempre practicado, para que las asambleas de debate fueran 1 ó 2 al año, llevándose a cabo otras 3 o 4 para labores de organización. Esto suponía que a lo largo de los 80 se llevaran a cabo una media de 5 asambleas “ordinarias” al año. La situación política podía llevar a convocar asambleas “extraordinarias”, para lo que utilizaba un mecanismo de consulta similar al que hemos señalado para la inclusión de nuevos puntos en el orden del día.
Alguna de las principales claves para su funcionamiento asambleario
La confianza mutua
Pero ¿cómo era posible llevar a la práctica y que funcionara de una forma más o menos aceptable este conglomerado de colectivos con un funcionamiento asambleario, de toma de decisiones por consenso y sin jerarquías ni dirigencias? Para comenzar a encontrar alguna de las claves hemos de volver la mirada a los colectivos locales. Porque la base inicial del asamblearismo es la confianza mutua (mucho más en un ámbito políticosocial en el que se van a arriesgar cuestiones como la libertad), y esa confianza mutua se comienza a generar desde los grupos locales. Los grupos locales surgían de forma espontánea, cuando varias personas con preocupaciones comunes (fundamentalmente tener que afrontar la obligatoriedad de la mili, pero no solo) se juntaban para intentar dar una respuesta desde la dimensión colectiva. En la mayoría de los casos, la gente que daba ese paso se conocía previamente, bien por haber compartido otros espacios militantes[9], o por ser del mismo pueblo o barrio. Es decir, la amistad, el conocimiento previo y las preocupaciones comunes generaban la necesaria complicidad previa para poner el colectivo en marcha (probablemente no muy distinto a lo que en la juventud de hoy puede suceder entre quienes comienzan su relación militante por otra cuestión común: pensar que es necesario poner en marcha un proceso que acabe con el capitalismo haciendo surgir una sociedad nueva). Pero el pasar de la complicidad a la confianza mutua se hacía a través del conocerse y compartir vivencias, debates, acciones y fiestas militantes (también aportaban bastante a ello los “entrenamientos” de los que luego hablaremos). Era habitual que cuando una persona se acercaba por primera vez a uno de estos colectivos su forma de relación inicial a ellos fuera la de observador@. Y en no pocos de los colectivos había también una persona encargada de las tareas de “acogida”, que se encargaba tanto de introducir en la idiosincrasia del colectivo, así como facilitar el conocimiento de sus objetivos, procederes y demás.
Por tanto, cuando una persona pasaba de ser observadora a vincularse al MOC era porque conocía y asumía tanto la opción antimilitarista del MOC (la que hemos visto en sus declaraciones ideológicas, y otros textos), así como su filosofía de organización (asamblearia y por consenso), y su apuesta por la acción directa noviolenta. Claro que había gente que previamente podía saber del asamblearismo y la acción directa (no eran ni un invento del MOC, ni éste era el único colectivo alternativo que optaba por ellas), pero otra mucha gente no. Una tarea fundamental era la elaboración de guías y manuales que sirvieran de orientación a todo ello. Pero, además, para profundizar en estas cuestiones, trabajar la confianza mutua dentro del colectivo (y entre colectivos de la zona), las dinámicas que ayudan a practicar el asamblearismo, y las claves de la acción directa, se organizaban con cierta periodicidad encuentros zonales o estatales enfocados a ello. Se denominaban popularmente “entrenamientos”. La tarea de autoformación política y militante tuvo un peso importante, principalmente en los primeros años, donde todas teníamos mucho que aprender[10]. Para ello, por ejemplo, al menos en dos ocasiones desde finales de los 70 a mediados de los 80, personas del MOC acudían a talleres internacionales organizados para que colectivos y personas que llevaban años desarrollando estas dinámicas en sus países, las transmitiera al resto. Quienes habían acudido iban con el compromiso de, a su vuelta, organizar la transmisión a los colectivos del MOC. Para eso también servían los encuentros o entrenamientos u otras iniciativas más concretas.[11]
Tipos de asambleas; trabajos previos y cuidados que precisan
Decíamos antes que funcionar por asamblea, esto es, ser asamblearies es bastante más que simplemente decidir que se practica el horizontalismo y se rehúyen las jerarquías y vanguardias. Para que el funcionamiento en asamblea pueda ofrecer sus frutos, sobre todo en el caso de los grupos grandes, hay que trabajarlas y cuidarlas. Principalmente en el caso de las asambleas decisorias. Porque sí, hay diversos tipos de asambleas, y debe saberse cuál es el modelo adecuado en cada contexto y situación.
No es lugar para ponernos a detallar los distintos tipos de asambleas (y sus posibles combinaciones), recojamos sólo algunos de ellos: abiertas, cerradas o mixtas (según la gente que podía acudir o a la que se invitaba); informativas, deliberativas o decisorias (según el objetivo); locales, zonales o estatales… etc., etc. Y la elección del tipo de asamblea a convocar es primordial, pues de utilizar un modelo inadecuado, los resultados pueden ser desastrosos. Pongamos un ejemplo real de ello. En concreto de cómo la convocatoria de una asamblea abierta, sin ningún tipo de trabajo previo, y a la que se dio carácter decisorio acabó generando un gran problema. Hace unos años en un barrio de una ciudad vasca se generó un grave problema de convivencia vecinal, que explotó de forma incendiaria tras un hecho puntual, cuyas dimensiones fueron aumentadas y desvirtuadas por efecto del boca a boca vecinal y los rumores y bulos que surgían. La asociación vecinal, tanto por iniciativa propia como por exigencia de parte del vecindario, convocó una asamblea abierta a todo el barrio el mismo día de los hechos, en el que los ánimos estaban francamente crispados. Si la asamblea hubiese sido simplemente informativa, hubiera podido servir para deshacer rumores y calmar los ánimos de quienes allá acudieron, precisamente la parte del barrio más exaltada por lo ocurrido. No fue así, y entendiendo mal la esencia del funcionamiento asambleario, la asamblea informativa se convirtió en decisoria, a pesar de no contar con casi ninguno de los requisitos que se necesitan para ello (que ahora veremos sucintamente). Resultado: sirvió para que el sector más exaltado del vecindario impusiera sus criterios y pusiera en marcha una campaña de acoso y derribo contra una serie de personas… en nombre de todo el vecindario y con el aval de una “decisión vecinal asamblearia”.
Retomemos el relato, teniendo en cuenta que aquí vamos a tratar principalmente de asambleas cerradas, las que corresponden en general a las internas de un movimiento organizado concreto que decide funcionar de forma asamblearia. Pero, como ya hemos indicado, dentro de las asambleas cerradas, por lo menos puede haber tres tipos de asambleas: informativas, deliberativas y decisorias. Los requisitos para unas u otras son distintos. Refiriéndonos a grupos grandes, que es en lo que intentamos centrarnos en este texto, las asambleas informativas requieren menos condiciones previas. La confianza mutua y el trabajo previo a la asamblea no son tan imprescindibles, por lo que pueden ser semiabiertas. Esto es, además de las personas integrantes del colectivo, se puede invitar a personas afectadas por la cuestión e interesadas en ella. Se trata simplemente de comunicar una información, no de tomar decisiones. Ello debe quedar claro desde la propia convocatoria. La asamblea informativa sin más trabajo previo puede/debe ser participativa, abriendo un turno de palabras para que se pregunten dudas, o para que se aporten otras informaciones relacionadas con el asunto, o se desmientan rumores o desinformaciones que puedan estar circulando (esto es mejor no dejarlo a la improvisación, y que haya gente que asuma tareas de dinamización/animación para posibilitar esa participación). Pero no debería pasar a la deliberación/opinión de cada cual sin más. No principalmente en un grupo grande, insistimos. Y mucho menos a la toma de decisiones. Porque, aunque hoy en día habitualmente no se tenga en cuenta, tras una información, y antes de pasar a la deliberación/opinión, lo conveniente es que se de un tiempo para la reflexión. Es básico en el asamblearismo, pero a menudo no se practica. Esa es una de las razones fundamentales para que, en el caso del MOC, lo temas sobre los que se iba a deliberar fueran fijados en la asamblea anterior, para que los grupos locales tuvieran tiempo suficiente para reflexionar, deliberar sobre ellos y, en su caso, adoptar una postura inicial (que no decisión, como luego veremos).
Las asambleas en grupos grandes en general, pero las deliberativas y decisorias especialmente, deben contar con otros mecanismos que posibiliten algunas de las demás características del asamblearismo. Por ejemplo, para garantizar la horizontalidad, diluyendo el peso de los liderazgos naturales (tanto de personas como, en las estructuras complejas, de grupos locales); los desequilibrios por géneros, por edades o por antigüedades en el colectivo; la timidez o no de las personas para hablar en público; los efectos de las habilidades discursiva o verbales; los problemas idiomáticos, etc., etc. Todas esas cuestiones se trabajaban también en los grupos mediante la organización de talleres de asamblearismo, toma de decisiones, dinamización y moderación de asambleas, resolución de conflictos, etc. etc. Sobre la mayoría de ellas existen hoy en día textos o manuales, como por ejemplo, éste o este otro. Estos manuales hay que entenderlos como herramientas de apoyo, no como recetas que seguir al pie de la letra, y adaptarlas a cada realidad, época y momento.
Las asambleas deliberativas servían bastante para facilitar posteriormente la toma de decisiones. Normalmente se utilizaban para las cuestiones importantes que tenían que ver con posicionamientos ideológicos o elaboración de estrategias. Aunque también se utilizaban en alguna ocasión para afrontar el debate sobre una cuestión que, aunque de menor calado aparente, se detectaba que generaba diferencias importantes. El objetivo era madurar la posterior decisión. Porque los grupos locales habían elaborado cada cual su parecer consensuado, pero la introducción de otros argumentos o matices que podían aportarse desde otros grupos, solían llevar a planteamientos que no se habían tenido en cuenta. Mediante las asambleas deliberativas esos nuevos planteamientos allí escuchados se llevaban de nuevo al colectivo local, donde se revisaba (o no) el consenso inicialmente adoptado. Todo ello, además de enriquecer el debate conjunto, posibilitaba, insisto, la decisión final como MOC estatal, ya que, además, servía previamente de herramienta para pulsar cómo estaba la cuestión en el resto de grupos, y facilitar el que a la hora de reelaborar la postura del colectivo local se tuviera en cuenta también el estado general del debate en el resto de colectivos locales. Porque mientras en un proceso no basado en la confianza mutua, igual cada colectivo hubiera utilizado esa información para elaborar estrategias para intentar imponer su opinión al resto, la confianza mutua hacia que todos los colectivos partieran del siguiente punto de vista: se trata de tomar la mejor decisión para el conjunto del MOC, no para el propio colectivo concreto.
Las asambleas decisorias eran, como su nombre indica, para la toma de decisiones. Ahí es donde aparecía con toda su importancia y peso en el asamblearismo del MOC la toma de decisiones por consenso que, por ello mismo, analizaremos en apartado propio. Añadamos todavía una explicación más. Con el paso del tiempo y el crecimiento del MOC, la práctica llevó a la conclusión de que más que convocar una asamblea informativa, o deliberativa o decisoria, lo mejor era que en cada asamblea hubiera espacios concretos para cada una de las cuestiones. Así, en los órdenes del día se reservaba tiempo para cada una de ellas. Además, en la medida que iba aumentando el número de campañas en las que se participaba[12] se vio la conveniencia de ir sustituyendo el funcionamiento continuo en asamblea general para abordar todas las cuestiones, dando paso a que dentro de cada asamblea hubiera reuniones de grupos temáticos, que llevaban su propio ritmo e iniciativas, de las que luego se informaba a la asamblea general, para conocimiento colectivo o por si alguien planteaba un desacuerdo de fondo[13]. En situaciones extraordinarias (por ejemplo, aprobar la estrategia de insumisión) se convocaban encuentros por grandes zonas[14] para posibilitar una mayor participación[15].
Antes de entrar a las tomas de decisiones por consenso, abordemos una cuestión pendiente, la de comentar qué era eso de los entrenamientos
Los entrenamientos
Mucha gente alucina cuando se cuenta que en el MOC se hacían entrenamientos[16], y más cuando buena parte de quienes los hemos conocido insistimos en que son una herramienta imprescindible para la buena salud de los movimientos asamblearios. Como en el caso de las asambleas, los había de varios tipos (con objetivos diferentes), aunque lo más habitual es que en un encuentro de entrenamiento, según el momento, se pusieran en práctica varios tipos de entrenamiento. Por ejemplo, como ya se ha comentado, una parte del entrenamiento podía estar destinado a la cohesión del grupo, trabajando el conocimiento, la afirmación colectiva, la confianza mutua, la comunicación, la cooperación, la resolución de conflictos o la distensión. Otra, destinada al aprendizaje del funcionamiento asambleario. Otra a la preparación para la acción directa… etc., etc. Con el tiempo, tomaron especial relevancia los entrenamientos para insumisos, enfocados, entre otras cosas, a que las personas que se iban a declarar como tales fueran conscientes de los riesgos, de la dureza de afrontar un posible encarcelamiento y sus consecuencias (personales, sociales y políticas) y para que quienes una vez conscientes del hecho asumieran la responsabilidad, tuvieran herramientas para hacer frente a esas situaciones[17].
Los entrenamientos, como su palabra sugiere, tenían poco de chapa teórica, eran muy ágiles. Se utilizaban técnicas como el sociodrama, la toma de decisiones rápida y la proyección de escenarios posibles abordados mediante juegos de rol, que permitían preparar una potencial situación real mediante una simulada, así como otra serie de juegos cooperativos y educativos[18]. En ellos eran considerados, además de escenarios políticos y represivos hostiles, las posibles alteraciones y necesidades físicas, psicológicas y emocionales que pudieran causar en las personas. La mayoría de todo ello se había aprendido en los ya citados encuentros internacionales que servían para la transmisión de conocimientos entre movimientos alternativos de todo el mundo, y luego trasmitidas a los colectivos locales del MOC[19].
Para quienes no conocen estas dinámicas, pongamos un ejemplo de lo más sencillo. Una dinámica para trabajar la confianza mutua, la afirmación como colectivo y el afrontar un conflicto: el muro. Las personas que dinamizaban planteaban a las participantes el siguiente escenario sencillo. Las colocaban en fila horizontal ante una pared o muro de grandes dimensiones. La única consigna inicial era: “este muro representa el antimilitarismo (o vuestro propio grupo, o algo con dimensión colectiva), si dejáis de mirarlo, se derrumbará”. A partir de ahí, y sin límite inicial de tiempo, se dejaba interactuar libremente a las personas que estaban mirando el muro. Y los resultados eran a menudo sorprendentes. Desde quien a las primeras de cambio cuestionaba el tener que obedecer una situación no elegida, como la que representaba el juego, hasta quienes se mantenían durante horas mirando el muro y solo cuando colectivamente se decidía que la dinámica había acabado, dejaban de mirarlo. En esta, como en otras dinámicas y juegos de rol, frecuentemente se tenía preparada la figura de la persona “infiltrada”, quien, estando de acuerdo con quienes llevaban la dinámica, pero siendo aparentemente una más de las participantes, si se veía que no surgía debate o si no había puntos de vista distintos, se encargaba de introducirlos. Lo fundamental, una vez más, venía después, en la evaluación, donde además de comenzar por dejar que cada cuál expresase cómo se había sentido (eso también ayuda al conocimiento y la confianza mutua), se pasaba después a valorar lo que había surgido, para lo que era fundamental los apuntes que habían tomado tanto las personas dinamizadoras como las observadoras que se habían elegido antes del comienzo del juego. Pero, lo dicho, este es un ejemplo de una de las dinámicas más sencillas. Los entrenamientos a la acción directa, por ejemplo, eran bastante más complicados, pues se llevaban a cabo simulaciones bastante reales de acciones que luego se pensaban realizar, y en esas preparaciones había quienes tenían que asumir el papel de policías o militares que reprimían[20], y se hacía intentado acercarse lo más posible a la realidad, para saber cómo afrontar situaciones de violencia física y psíquica incluidas, y que cada quien experimentara -previamente a llevarlas a la práctica en la realidad- las reacciones que le provocaban (individual y colectivamente) esas situaciones estresantes o traumáticas. Quienes hemos participado en este tipo de entrenamientos, sabemos de su enorme validez para tantas cosas, por eso insistimos en la necesidad de recuperar este tipo de instrumentos de aprendizaje colectivo. Pero con su adecuada preparación previa, porque, insistimos, tanto si se quiere sacarles rendimiento, como no provocar situaciones de riesgo, no se debería trivializar con ellos.
La toma de decisiones por consenso (y sus distintas vinculaciones)
La forma de toma de decisiones es uno de los elementos neurálgicos para conocer el tipo real de horizontalismo que practica un movimiento asambleario. En el MOC estatal se optaba por la toma de decisiones por consenso, aun a pesar de tratarse de una estructura compleja, pues llegaba a abarcar a más de un centenar de grupos y más de un millar de personas. Aunque bien es cierto que no todos los colectivos decidían tomar parte en las asambleas decisorias que se convocaban, aun a sabiendas que lo que se aprobara debería ser respetado por los colectivos[21]. Aún así, y según qué se fuera a decidir, podemos estar hablando de alrededor de medio centenar.
Recordemos el trabajo previo que se había hecho antes, porque es básico para posibilitar el consenso. Los colectivos locales habían debatido previamente la cuestión, y si había habido de por medio asamblea deliberativa, conocían también lo que opinaban el resto de los colectivos, lo que se tenían en cuenta también a la hora de acordar la postura del colectivo local, pues ya hemos dicho que lo que se buscaba era posibilitar una decisión colectiva, aunque esta no coincidiera al 100% con la opinión del colectivo local. Esta cuestión era básica, porque todos los colectivos partían de que también el resto no iba a mirar por intereses particulares, sino colectivos. A partir de ahí el colectivo local decidía su postura, y, al mismo tiempo, señalaba un abanico de posibilidades de variación para poder llegar a un consenso, referencias con las que luego se podían mover las personas que representaran al colectivo en la asamblea decisoria.
Hay que aclarar también que, por todo lo ya explicado, las asambleas decisorias se parecían poco (o nada) a esos congresos de los partidos y organizaciones políticas en las que las distintas tendencias parecen funcionar con el cuchillo entre los dientes para maniobrar lo necesario con la idea de imponer su parecer propio. El ambiente solía ser distendido y amistoso. Colaborar a ello era tarea también de quienes ejercían la labor de moderación y dinamización, tareas más importantes de lo que a menudo se piensa.
Así las cosas, se solía comenzar con una rueda en la que cada colectivo exponía su opinión sobre la cuestión a debate. A cada grupo se le hacían por el resto las preguntas pertinentes para tener clara la postura y saber dónde podían colocarse lo que hoy se llamarían sus “líneas rojas”. A continuación se hacía una pausa mientras las personas moderadoras y facilitadotas calibraban si el nivel de discrepancia observado posibilitaba ofrecer con rapidez una propuesta de síntesis (que solía ser lo más habitual) o había que pasar a un debate que buscara una propuesta de consenso. Si se estaba en el segundo caso, se buscaba una dinámica que facilitara esa tarea[22]. Tanto en un caso como en otro, en el transcurso de los debates, de vez en cuando se utilizaba el único tipo de votación que se admitía: la votación indicativa. Servía para calibrar si se avanzaba, viendo a mano alzada si la propuesta en cuestión aumentaba el número de conformidades. Pero no era más que una pista para continuar el proceso. Si tras dedicarle espacio suficiente se veía que algún tipo de consenso estaba lejos, y las circunstancias de tiempo y urgencias lo permitían, el debate se suspendía y volvía a los grupos locales, para que teniendo en cuenta las circunstancias intentaran adoptar posturas más abiertas para el consenso. Lo habitual, no obstante, y en buena parte tanto por la aptitud como por la confianza mutua, era que se llegara a algún tipo de consenso. Porque sí, como ya venimos comentando, hay varios tipos de consenso, y con distintas consecuencias.
El consenso más buscado es el que se suele denominar de consentimiento, que logra aunar todas las voluntades. Esto no significa en modo alguno que necesariamente encante a todas las personas o grupos y que estén completamente de acuerdo con lo decidido, pero sí que, a pesar de cierto desacuerdo, no es obstáculo para impedir una decisión colectiva que se asuma por todos los grupos.
Hay en ocasiones en que esto no sucede, porque la diferencia es lo suficientemente importante como para que haya algún grupo (o persona) que no pueda asumirla. Se abre así la opción para un tipo de consenso en el que un grupo o persona opta por no vincularse a la decisión concreta, pero sin que ello suponga que se separe de la organización. Ese grupo o persona, en esa cuestión, en su dinámica interna no llevará a cabo lo acordado, pero cuando hable de la organización o del movimiento a nivel público, expondrá también en este tema lo que se haya decidido. Con un ejemplo concreto igual se entiende mejor. En uno de los varios movimientos tácticos que hubo que realizar anteriores a la insumisión (en concreto en la llamada reobjeción), un grupo local (además, no de los más pequeños) se situó en este tipo de consenso. Ese grupo no animaría en su localidad la propuesta de reobjeción, pero si acudía a su local alguien en busca de información de cómo llevarla a cabo, se la daría. Y si algún medio le preguntara cuál era la postura del MOC con respecto a ese tema, dejaría claro que era la reobjeción. El situarse en ese tipo de consenso es, por supuesto, decisión propia del grupo o persona que tiene dificultad en aceptar lo consensuado, pero que con ello no quiere paralizar ni obstaculizar el funcionar del conjunto.
Finalmente, durante el proceso de generación de consenso existe otra posibilidad: la del veto o bloqueo. Quien lo practica es porque entiende que lo que se pretende decidir es de suma gravedad para el conjunto de la organización o movimiento, y con su veto paraliza la toma de decisión. Cuando alguien practica el veto, en realidad lo que está llevando a cabo es una llamada de atención de urgencia al resto, basada también en la confianza mutua, pues entiende que lo que se pretende decidir cuestiona la esencia del propio movimiento. Son muy raras las ocasiones en que tiene lugar el veto. Y si en un periodo más o menos breve de tiempo fuera utilizado en más de una ocasión por el mismo grupo, indicaría que el problema es del grupo, que es el que debería replantearse su pertenencia al movimiento.
Este modelo de practicar el asamblearismo y su opción por la toma de decisiones por consenso y sin votación es lo que explica en gran parte la no existencia en la historia del MOC estatal del desembarco, estrategia particularmente frecuente en los años 80 a cargo de otros grupos de izquierda radical que intentaban hacerse con el control de un movimiento en auge. El desembarco lo que busca es conseguir mayorías artificiales por aparición súbita (desembarco) en asambleas o congresos de militantes de esas organizaciones. A él se puede llegar de una forma más sutil, a través de lo que se conoce como entrismo, esto es, de forma no tan burda como en el desembarco, miembros de otras organizaciones que pretenden hacerse con las riendas de un colectivo o movimiento, van introduciéndose (entrando) poco a poco en esos grupo o colectivos, hasta constituirse en mayoritarios. Pero ambos casos, para que ese tipo de tácticas funcionen, necesitan de la votación. En un sistema de decisión por consenso nadie puede imponer una idea al conjunto, por mucho desembarco o entrismo que practique. Tanto entonces, como ahora. Sobre cómo llevar a cabo los procesos de toma de decisiones por consensos, hoy en día existen también variedad de textos editados[23].
Terminando
Para las generaciones que han nacido a la lucha revolucionaria en los últimos 20-30 años de Euskal Herria, la falta de otras referencias ha impuesto como modelo organizativo único (con matices) el basado en el centralismo democrático, o alguna variedad más abierta que éste, pero siempre preñada de verticalismo, masas, vanguardias, órganos directivos… Así, incluso las opciones revolucionarias actuales más abiertas a revisar los rígidos esquemas de esa forma de entender los procesos revolucionarios (que abocan en buena medida a practicar internamente lo contrario del horizonte que se pretende globalmente), parecen partir del hecho de que el asamblearismo es un modelo organizativo inviable, sobre todo cuando hablamos de una organización o movimiento que pretende ir más allá de lo local, alcanzando algún tipo de estructura compleja. Parece que las pocas referencias asamblearias existentes llegan de épocas o lugares muy distantes del actual en Euskal Herria (las batzarras de hace siglos, o las formas organizativas actuales de las comunidades indígenas y pueblos originarios en algunas zonas de América Latina) o son de un tamaño menor al que se pretende alcanzar (las asambleas de trabajo del movimiento autónomo obrero en la década de los 70). Sin embargo, en este texto hemos intentado explicar los pormenores de la organización asamblearia (basada en la horizontalidad y el consenso) de un movimiento que se declaraba revolucionario, que se desarrolló a nivel estatal no hace muchas décadas, coordinando a decenas y decenas de colectivos y algún millar de personas, y que demostró con su práctica la viabilidad de ese tipo de organización.
Nuestra intención no era sino facilitar la transmisión generacional de esa experiencia que pudimos vivir desde dentro, y si ella fuera válida o interesante de profundizar por las nuevas generaciones revolucionarias, encantadas de poder colaborar en ello.
[1] Lo que aquí se cuenta es simplemente mi forma de recordarlo, que puede ser muy discutible como relato de la historia del MOC, pero es que no se pretende centrarlo en esa historia, sino recuperar de ella algunas de las claves que hicieron posible que un movimiento de gran tamaño se organizara de forma totalmente asamblearia. Que quede claro así mismo, que esa práctica tuvo sus no pocas sombras y sus muchas más luces, como en cualquier otra experiencia popular, pero aquí intentaremos centrarnos en las segundas, sin dejar de señalar alguna de las primeras en lo que puedan aportar de aprendizaje.
[2] May Ruiz y Alejandro Brome; La objeción de conciencia y el antimilitarismo en el Estado español: 1971-1986 https://eltopo.org/la-objecion-de-conciencia-y-el-antimilitarismo-en-el-estado-espanol-1971-1986/
[3] Todo ello probablemente se viera superado en bastante en la siguiente década con el auge de la insumisión, pero eso ya no lo vivimos directamente, y tampoco hemos encontrado textos, documentos, o referencias que detallen la forma organizativa, que probablemente no cambiaría demasiado.
[4] May Ruiz y Alejandro Brome; La objeción de conciencia y el antimilitarismo en el Estado español: 1971-1986 https://eltopo.org/la-objecion-de-conciencia-y-el-antimilitarismo-en-el-estado-espanol-1971-1986/
[5] En la historia del MOC hasta la actualidad solo ha habido 3 congresos, en 1979, 1986 y 2001-2002.
[6] La centralidad geográfica de Madrid, y la mayor facilidad para los viajes hacia allá, hizo que una mayoría de las asambleas (que solían ser de fin de semana) tuvieran lugar allí. Se realizaban principalmente en locales cedidos por centros de estudios u organizaciones sindicales, y las personas que acudían desde otras zonas eran alojadas en las casas de la gente del grupo local o amistades de ésta.
[7] A diferencia de la mayoría de modelos organizativos, encargarse de tareas de coordinación, secretaría o relaciones, no suponía adquirir poder alguno, sin carga de trabajo. Por eso esa labores solían desarrollarse por los grupos con más fuerza en cada momento, pero no por elección, sino por asunción voluntaria. De igual forma, cuando el grupo que realizaba alguna de esas tareas lo pedía, se le relevaba y era asumida por otro que lo asumía voluntariamente (lo cual no siempre era tan fácil, precisamente por la carga de trabajo que significaba)
[8] En aquellos tiempos, en los que no había ni internet ni móviles, se utilizaba una cadena (ronda) de teléfonos preestablecida de ida y vuelta. En la ida se exponía el motivo de consulta y en la vuelta, tras la deliberación del colectivo local, se comunicaba la opinión de cada colectivo a lo consultado. Si había una clara opinión mayoritaria, y no había vetos, se adoptaba esa decisión. En los últimos años de los 80, poco a poco se fue introduciendo el fax, pero no de forma generalizada.
[9] El ecologismo, el feminismo y el internacionalismo, así como los grupos cristianos de base eran los más habituales al inicio, luego se unieron a estos la okupación y los medios libres alternativos.
[10] Luego se fueron acumulando experiencias, saberes y manuales basados en ellas que ayudaban bastante al proceso, y el estilo MOC se iba haciendo más patente y conocido desde fuera, lo que facilitaba que las nuevas incorporaciones supieran de antemano más sobre cómo se funcionaba.
[11] Por ejemplo, a mediados de los 80 una persona acudió en centroeuropa a uno de esos talleres destinado a adquirir conocimientos sobre dinámicas de grupos y estrategias de acción. A su vuelta, y durante un año, a través de una serie de encuentros, más de una veintena de personas de las diferentes zonas del Estado español fueron aprendiendo y practicando los contenidos adquiridos. Estas personas, al mismo tiempo, traspasaron esos conocimientos a gran parte de los colectivos de las zonas.
[12] Aparte de las relacionadas con la mili, las más habituales eran la objeción fiscal, las mujeres y el antimilitarismo, la educación para la paz, o la lucha contra la OTAN en la primera parte de la década, que luego en gran medida fue sustituida por las relaciones con otros movimientos sociales y alternativos…
[13] Posteriormente, incluso algunas de esas temáticas tomó dinámicas más propias, convocando sus propias asambleas estatales. Por ejemplo, para el caso de la objeción fiscal. Entre otras cosas, porque en esas campañas comenzó a haber mayor presencia de otros colectivos sociales que no tenían vinculación con el MOC.
[14] Aunque con variaciones según la época y la realidad de los grupos, esas zonas eran: Zona este: Catalunya, Canarias, Illes Balear y País Valencià; Zona norte: Galiza, Asturies, Cantrabria, Euskal Herria y La Rioja; Zona centro: dos Castillas, Madrid y Murcia; Zona Sur: Andalucía y Extremadura.
[15] Eso permitió que en el encuentro para la aprobación de la estrategia de insumisión, en la Zona norte, reunida en Orio, tomáran parte más de 200 personas.
[16] No sé si será la palabra más adecuada, pero así los llamábamos y, desde luego, responde al objetivo que se buscaba con ellos.
[17] En los casos, que los había, que se detectaba que, por las circunstancias que fuera, era mejor que una persona no asumiera el riesgo de cárcel, se trabajan también las alternativas a su situación.
[18] Ya a mediados de los 90 de personas del MOC de entonces llegaron a publicar un libro en dos tomos que recopilaba más de 100 juegos, cada uno presentado en una ficha con su definición, objetivos, tipo de participantes a los que iba dirigido, instrucciones de partida, forma de desarrollo y, sobre todo, lo más importante, forma de proceder para la evaluación personas y colectiva tras la realización del juego.
[19] Para la utilización de algunas de estas herramientas se hacía necesaria una preparación previa, pues al hacer aflorar sentimientos habitualmente ocultados –miedos, fobias…- y colocar a las personas ante situaciones tensas y conflictivas, había que saber muy bien cuándo parar y como revertir situaciones.
[20] Intentando meterse lo más posible en esa papel, para lo que servían una serie de preparaciones previas. Obviamente, este rol solo se llevaba a cabo con personas voluntarias, no se hacía pasar a todo el mundo por este papel.
[21] Las razones eran diversas. Desde dejadez o debilidad del grupo, hasta sentir su opinión representada por algún otro colectivo sí asistente, lo que en una toma de decisiones por consenso, en la que no se vota y por lo tanto no importa cuánta gente la apoya, es como saber que tu opinión va a estar presente a la hora de tomar la decisión.
[22] Que habitualmente era alguna versión de la conocida como “pecera”, o, si el espacio físico lo permitía y el grupo no era excesivamente grande, el barómetro de opiniones.
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