Imagen
tomada de:
https://loquesomos.org/soberania-alimentaria-mucho-mas-que-una-frase/
El
largo título de esta entrada corresponde a una de esas joyitas que
se pueden encontrar muy de vez en cuando. Un texto de Horacio
Alejandro Machado Aráoz (publicado
en Bajo el Volcán)
que, para nosotras tiene la virtud de que, partiendo desde algo
aparentemente muy básico, como el proceso de alimentación, logra
poner en cuestión el pensamiento crítico, aportando importantes
reflexiones para su renovación y radicalización. Y además, lo hace
con un lenguaje entendible y accesible a la inmensa mayoría, a pesar
de abordar cuestiones habitualmente áridas.
Quizá
la mejor definición de lo que podemos encontrar en el texto (no
excesivamente largo), es la que nos facilitar el propio autor en su
último capítulo:
A
lo largo del texto hemos procurado poner en evidencia la correlación
históricamente existente entre mercantilización/industrialización
del pan y des-humanización / despolitización de la condición
humana, fenómenos ambos intrínsecamente vinculados, como origen y
efecto, de la dinámica geosociometabólica del capital. Frente a la
ontología de la deshumanización echada a andar bajo la deriva del
capital, se ha contrapuesto la ontología ecológico-política de los
territorios/cuerpos agro-culturales, aún, en pleno siglo xxi,
alternativas vivas, re-existentes, que están marcando rumbos
posibles de otros horizontes civilizatorios.
Hemos
puesto énfasis en este contraste para llamar la atención sobre lo
que entendemos como un gravoso equívoco epistémico-político de las
izquierdas; de ciertas izquierdas, todavía apegadas a un imaginario
eurocéntrico, colonial, productivista e industrialista; tecnólatra;
vale decir, una izquierda decimonónica; no una que esté mirando al
futuro. Bajo esa mirada, el mundo agrocultural aparece bajo el
estigma del atraso; contempla, en cambio, pasiva, en forma indolente
o ya resignada al “costo del progreso”, el paisaje contemporáneo
de una Era que “prosigue con creciente ferocidad en la producción
de carne industrializada, en el agronegocio de la monocultura, y en
la sustitución de bosques multiespecies, que sostienen tanto a
humanos como a no-humanos, por inmensas plantaciones que producen,
por ejemplo, aceite de palma” (Haraway, 2016: 18), soja, maíz
transgénico, caña de azúcar, en fin, un largo etcétera de
commodities de exportación.
Frente
a ella, hemos procurado argumentar que, si en verdad, en términos
realistas y radicales buscamos un horizonte emancipatorio, “el
huerto es el futuro”. En el trasfondo de nuestra argumentación
queremos plantear la necesidad de repensar la noción de Reforma
Agraria como vía revolucionaria de superación del capitalismo. Una
drástica transformación del sistema agroalimentario se impone como
una necesidad de nuestro tiempo. La reapropiación de las condiciones
de producción de los alimentos emerge como factor clave para una
transición emancipatoria hacia sociedades donde la dominación y la
explotación de clase sea una cosa del pasado.
A
lo que podemos añadirle, como remate, algunos de los párrafos de su
capítulo introductorio:
en
este texto nos proponemos plantear y argumentar a favor de la
necesidad de repensar radicalmente la cuestión agro-alimenta-ria (la
de los suelos, los cuerpos y las subjetividades) desde una
perspectiva de ecología política como un punto neurálgico para la
renovación del pensamiento crítico y la radicalización de las
aspiraciones revolucionarias. Asimismo, a renglón seguido, queremos
plantear que las múltiples experiencias de comunidades de producción
agroecológica vivas en nuestra región (y también en el mundo)
constituyen algo más que meras “prácticas de resistencia” y de
alcance limitado para el cambio político. Al contrario, pretendemos
justificar que se trata de fenómenos de gran relevancia política en
cuanto plantean un camino y un horizonte realista y auténticamente
poscapitalista.
El
eje de nuestra argumentación parte de afirmar la centralidad que los
regímenes agroalimentarios tienen en cuanto factor estructurador de
los sistemas políticos y socioecológicos de las poblaciones
humanas. Con base en ello, planteamos la necesidad imperiosa de
pensar y proyectar una profunda y radical transformación integral
del actual modo hegemónico de concebir y producir los alimentos,
como paso clave, prioritario, indispensable y fundamental para poder
avanzar –en términos realistas y maximalistas– hacia sociedades
no sólo sustentables, sino también de justicia, de igualdad, de
libertad y de fraternidad. La idea básica que queremos defender acá
sería que no es posible imaginar o proyectar en términos realisas
un horizonte de superación de la barbarie capitalista, sin pensar
seriamente y modificar radicalmente nuestros modos contemporáneos,
hegemónicos y naturalizados de producir el pan.
Pero
el texto es, además, irreverente y provocador (en el mejor de los
sentidos) en algunos de sus presupuestos. Por ejemplo, en estas
reflexiones:
En
el siglo xix, muchos de los análisis clasistas veían en el
campesinado un sector anacrónico, una clase “en vías de
extinción”. El proletariado industrial concentraba todas las
miradas en cuanto sujeto histórico revolucionario ‘destinado’ a
ser el partero que pusiera fin al capitalismo y diera a luz una nueva
era política en la historia de la humanidad. Si esas visiones eran
ya polémicas en aquella época, hoy resultan francamente
inadmisibles. En pleno siglo xxi, diversas evidencias históricas y
perspectivas de análisis muestran que lo efectivamente anacrónico y
lo políticamente perimido han resultado ser justamente aquellas
visiones de una izquierda prometeica, afiliadas a la religión del
“progreso indefinido”, a la fe ciega en la neutralidad política
del “desarrollo tecno-científico” y, sobre todo, aferradas a una
concepción determinista de la historia.
Por
un lado, centrando la atención respecto a los sujetos del cambio, si
algo nos enseña la historia política de la Modernidad es que las
grandes revoluciones de esta época fueron protagonizadas no por
“trabajadores de las fábricas” sino por “trabajadora/es de la
tierra”. Empezando por la propia revolución rusa (e incluso, la
misma revolución francesa) y siguiendo por las revoluciones mexicana
y china, hasta la revolución cubana y la sandinista, todas ellas
estuvieron motorizadas por vastos grupos poblacionales básicamente
dedicados a la (auto)producción de alimentos.
Por
otro lado, en cuanto al modo de concebir los cambios, también parece
hoy ya caduca la idea de confiar la esperanza al “desarrollo de las
fuerzas productivas”. En el siglo xxi no resulta admisible pasar
por alto la indeleble huella de destructividad y contaminación a
gran escala espacio-temporal dejada por el tan mentado “progreso
tecnológico” de la modernidad capitalista. Suponer que sería
posible desligar y neutralizar los efectos de destrucción y
contaminación inherentes al metabolismo urbano-industrial del
capital para redireccionarlo hacia una sociedad justa, igualitaria y
sustentable; pensar que la “aceleración” de ese mismo curso de
“desarrollo”, que ese mismo patrón tecnológico, generará la
solución a los problemas que ha creado, se parece más a una apuesta
ciega que a una vía racional, política y razonablemente
fundamentada de concebir/construir el cambio.
(…)
Pensar la alimentación en estos términos nos da una base para
comprender lo político, desde una perspectiva radicalmente diferente
a los de la teoría política moderna; pues implica, de partida,
pensar al sujeto de la política no como individuo (aislado), sino
como miembro de una comunidad; una comunidad de seres que no sólo
involucra a la propia especie, sino que abarca a la biodiversidad
toda, de la que insoslayablemente somos parte, en el mero acto de
vivir. Permite tomar conciencia de hasta qué punto lo humano, es
decir, lo político, está enraizado en la dimensión más general y
compleja de la trama de la vida; pero también abre la posibilidad
para (re)pensar o redefinir el lugar que lo humano y lo político
tienen en el proceso de la vida en su conjunto.
Pero
quizá el principal meollo de su contribución se encuentre en
párrafos como estos:
En
un nivel más profundo, la gran fractura sociometabólica que
identifica Marx como clave de la acumulación capitalista refiere a
la drástica alteración del sentido y la finalidad política de la
producción: en el marco del sociometabolismo del capital, la
producción deja de estar orientada (y regulada) por el imperativo de
sustentar la vida y pasa a regirse por el automatismo de la incesante
–y presuntamente ilimitada– búsqueda de ganancias. La gran
fractura sociometabólica no acontece sólo a nivel de los ciclos
bio-geoquímicos de los nutrientes del suelo, sino principalmente a
nivel del vínculo simbólico-afectivo-religioso entre la tierra y el
ser humano. Tiene que ver con el drástico cambio del estatus
ontológico de la Tierra operado por la dinámica de
objetualización-cientifización-mercantilización-militarización de
la Tierra, ahora concebida no como Ser sagrado, sino como mera
dotación de “recursos naturales” (Machado Aráoz, 2010). El
“desencantamiento del mundo” que plantea el análisis weberiano
como clave para la conformación de la racionalidad (capitalista) es
un paso previo necesario para la mercantilización del mundo. Desde
esta óptica, la gran transformación/fractura es la de la disolución
del mundo como mundo-de-la-vida y la correlativa implantación del
mundo fetichizado de las mercancías En términos
histórico-materiales, la transformación capitalista de la
agricultura provocó –ya en la etapa temprana del mercantilismo–
una fenomenal crisis socioecológica, de generalizadas hambrunas y
correlativa degradación de la fertilidad del suelo (Moore, 2003). La
transformación del sustrato subjetivo de la clase dominante (la
sustitución de la “mentalidad” aristócrata por la burguesa)
implicó una mayor presión tributaria (y en dinero) sobre el
campesinado y sobre la fertilidad del suelo. La guerra de conquista
aceleró los medios de enriquecimiento y los mapas del comercio.
Finalmente, los enclosures, la presión demográfica y las guerras de
conquista traspasaron las fronteras geográficas de la península
europea y, desde 1492 en adelante, se convirtieron en la ley del
mundo (Moore, 2003; Wolf, 1984; Federici, 2004). Así, la
transformación capitalista de la agricultura fue clave en el
ad-venir del capital como Ecología-Mundo (Moore, 2003).
Un
ejemplo emblemático de las drásticas transformaciones implicadas lo
hallamos en el régimen de plantación, tan claramente destacado por
Donna Haraway (2016) como engranaje clave del capital. El sistema de
plantación condensa los trastornos sociometabólicos del capital
sobre el flujo de la vida en general. Implica la imposición y
mundialización del monocultivo como patrón de la producción
agrícola; la concepción de la cosecha, no como alimento sino como
commodity; la sustitución de trabajo autónomo7 por el trabajo
esclavo; el mercado vecinal por el mercado mundial; los compañeros8
concretos de carne y hueso, por los consumidores abstractos de la
“demanda global”. En definitiva, la irrupción del capital
implicó una gran ruptura en el devenir de lo humano; en el proceso
de humanización. Signa el pasaje del mundo agro-cultural a la nueva
Era del Plantacionoceno: 9 la agricultura deja de ser fecundación
de la Tierra (incluida la forma específicamente humana) para pasar a
significar depredación de recursos. Imposición del extractivismo
como patrón civilizatorio.
Son
muchos mas los párrafos sustanciosos del análisis de Machado Aráoz,
pero no vamos a recogerlos, porque si no terminaremos haciendo una
entrada casi tan larga como el texto, así que terminemos esta larga
reseña con la reflexión del autor tras poner sobre la mesa varios
ejemplos que se están dando en la actualidad que demostrarían la
viabilidad de su análisis:
Estas
voces, cuerpos y saberes agricultores, pero sobre todo las implícitas
percepciones del mundo entramado dan cuenta de la trascendencia de la
autonomía alimentaria, de contar con la semilla propia como cuestión
clave, de la diversidad agrícola como forma de vida, del vínculo
entre tierra, cuerpo y alimento como urdimbre de la salud en términos
holísticos, de la posibilidad certera de abastecer a las poblaciones
cercanas con alimentos de calidad, del sentirse parte de comunidades.
En definitiva, lo que nos enseñan es poner en tensión las formas de
habitar las propias subjetividades urbano-modernas-capitalistas. Y lo
hacen con el alimento como nudo madre, re-entramando a las
comunidades y a la naturaleza. Valorar el sentido que imprimen estas
prácticas a la concepción del mundo, como marcas de subjetivación
de otra politicidad, son un paso inevitable para enfrentar la actual
crisis civilizatoria, cuando urge dejar de lado la cultura de la
resolución individual y privada de la habitación de nuestras
propias vidas, es decir,
cuando urge un radical desplazamiento ontológico
Lo
dicho, mucho que reflexionar, y toda una joya de texto que ayuda a
romper inercias y cuestionar verdades poco cuestionadas que con
demasiada frecuencia abonan propuestas revolucionarias que nacen
contaminadas de una mentalidad caduca.