miércoles, 13 de noviembre de 2024

Autocrítica y cuestionamientos fecundos en los movimientos populares

 


 


Desde hace un tiempo observamos con satisfacción cómo, desde personas o colectivos de diversos movimientos populares, se van poniendo a debate y cuestionamiento algunas cuestiones que chirrían con un planteamiento radicalmente transformador. Cuando esos cuestionamientos se elevan a lo público no desde el reproche a nadie, sino desde la autocrítica o el diálogo abierto, tienen el efecto también de empujarnos a todas y a todos a (re)plantearnos puntos de vista, posicionamientos, argumentos, dinámicas y actitudes. Por eso son tan válidos.

Hoy traemos a esta entrada tres ejemplos (hay bastante más) de lo que comentamos. No los vamos a analizar, esa tarea nos toca a cada quien, pero sí vamos a agradecer su esfuerzo a las personas que los han realizado. Los tres tienen en común su lugar inicial de publicación, Zona de Estrategia, una revista digital que “pretende agitar la crítica y construir herramientas de intervención que no rindan pleitesía a ninguna forma de gobierno” proyecto al que dedicaremos una próxima entrada, pero que, como vemos con estas aportaciones, ya está dando muy buenos frutos.

El primer y largo artículo se trata del escrito por Charlie Moya Gómez ((librera, investigadora, activista marica y cuir) y titulado ¿Por qué el movimiento LGTBIQ+ debería disolverse? Contra el efecto pacificador de la izquierda. Como se resalta en la entradilla de su publicación: Este texto llama a repensar el movimiento a partir de la solidaridad y la acción directa para superar el identitarismo desafiando el statu quo y recuperando el potencial de cambio social radical. El artículo abre el melón de bastante cuestiones pendientes. Veamos un ejemplo que os anime a su lectura:

Podríamos entender que, por lo menos, hay dos formas de comprender el movimiento LGTBIQ+: una en vinculación con las instituciones y partidos y otra en la autonomía, los colectivos de base o la política de calle. Bien, esto es algo que podíamos entender hasta ahora. Pero las demandas y los mensajes que al final tienen que ver con el discurso político, cada vez son más semejantes en ambos supuestos bandos. Por poner un ejemplo: en el manifiesto unitario del Orgullo Crítico de Madrid de 2023 se hacían alusiones a los «limitados avances en la adquisición de derechos», a los «derechos humanos» como tal, a las «pocas protecciones» que se otorgan desde instituciones como la Comunidad de Madrid, a «formar familias cishetero disidentes», a la «identidad política», a las «minorías entre minorías»3. ¿No suena todo a proclama democrática? ¿No tiene un aire excesivamente demandante, asimilacionista y buscador de derechos a la manera de las asociaciones institucionales?

Si he puesto estos ejemplos desde el inicio es porque quiero llegar a un lugar muy concreto: los movimientos sociales se han equivocado en el fin de este último ciclo político y es de urgencia que planteen de nuevo su devenir, su acción y su discurso. En estos casos, quizás fueron un error las concentraciones por la muerte de Samuel (o el formato que adquirieron), quizás también la concentración por el ataque al chaval de Malasaña, o las proclamas del Orgullo Crítico. Teniendo en cuenta la capacidad de convocatoria y la potencia revolucionaria de enardecer de esa forma a la masa social, ¿por qué limitarla a un acontecimiento como un asesinato? ¿Por qué convocar un velatorio enfurecido y no poner las fuerzas en urgencias aún más extremas? ¿Por qué sacar a la calle a miles de personas solo en un caso tan específico? ¿Por qué no, antes o después, el movimiento LGTBIQ+ utilizó su capacidad de movilización para fines más comunes y menos sectorializados?

Si me estoy centrando específicamente en el movimiento LGTBIQ+ es porque he formado parte de él y porque entono el mea culpa en su deriva. Podría hacerlo extensivo a cualquier movimiento social en el que participemos (feminismo, antirracismo, migra, disca, gorde…); todos tienen el nexo común de la identidad. Esta reflexión que pretendo abrir no es una acusación, sino una llamada a pensar en común cuál es el siguiente paso y cómo podemos volver a estar alertas ante el colapso y la crisis que vienen. Además, importante, qué papel jugamos colectivamente en esto y en qué lugar nos deberíamos situar.



El segundo texto es el titulado El problema de los grupos, escrito por Carolina Vacas, Javier Correa y María Linares, de la Escuela de las periferias, un grupo de autoformación política de la Villana de Vallekas. Se destaca del texto que “Se trata de poner el problema de los grupos en el centro. No tanto para pensar cómo nos organizamos, sino por qué, aunque nos organicemos, no opera ningún cambio en nuestras formas de vida”. Os adelantamos sus dos primeros párrafos para que veáis alguna de las muchas cuestiones interesantes que aborda:

 

La discusión en torno a la organización

La discusión política en torno a la organización es una cuestión histórica. Las mismas preguntas que se discutían en los ateneos libertarios y las casas del pueblo de los años 30, y que retomaron los movimientos feministas de los 70, vuelven a ponerse sobre la mesa hoy. Como elementos periféricos del sistema, los distintos grupúsculos políticos han debatido a lo largo del tiempo cómo organizarse para conseguir sus objetivos, sean estos conquistar el Estado, derrocar un gobierno u ocupar un centro social. En la tradición comunista, la discusión en torno a la organización ha sido fundamental y pautada: la construcción de un partido de masas, la generación de una vanguardia política, la disciplina militante, pero la camaradería que opera en el seno del partido también ha sido uno de los puntos discusión para los marxismos heterodoxos. Así mismo, muchos, inscritos en la estela autónoma y libertaria, han visto en la jerárquica y vertical estructura del partido el germen de los autoritarismos.

Es imposible negar que hoy esta discusión se encuentra otra vez sobre la mesa. La crítica del Movimiento Socialista (sean cuales sean sus siglas) a los movimientos sociales en Madrid se dirige principalmente a esta cuestión: las que militamos estamos desorganizadas o, para ser más precisas, nos organizamos en formas inefectivas (como el movimiento o el centro social). Si las vertientes vascas o catalanas (Gazte Koordinadora Sozialista y Horitzó socialista) dirigen también la crítica a su herencia independentista y dicen que no es necesario esperar a la independencia del Estado español para iniciar un proceso de emancipación de la clase trabajadora, el movimiento socialista del interior (Coordinadora Juvenil Socialista) se arma básicamente en torno a la crítica a los movimientos sociales. Según su diagnóstico, la forma actual movimentista de las luchas no es capaz de escalar el conflicto para torpedear verdaderamente el sistema y mantiene dispersas un número limitado de fuerzas que, de estar más organizadas (por ejemplo, en un partido), serían mucho más efectivas.



Finalmente, el tercer sustancioso textos se trata del titulado Un linchamiento feminista da la puntilla a la nueva política, que es obra del Colectivo Cantoneras (Almudena Sánchez, Beatriz García, Marisa Pérez, Fernanda Rodríguez, Nerea Fillat y Nuria Alabao), un colectivo que, a nuestro juicio, escribe textos y reflexiones cada vez más interesantes y sustanciosas. Veamos dos párrafos gancho, aunque creemos que os atrapará desde el inicio

En el camino de la nueva política se cruzó la irrupción del ciclo feminista, lo que provocó un intento de apropiación institucional de todo ese capital político. Este sirvió tanto para posicionarse dentro del parlamento como el azote de la derecha, como para gobernar en nombre del movimiento feminista, o incluso para las peleas internas por posiciones en listas: no me quieren porque soy demasiado feminista –decía Irene Montero–. Hoy el bumerán golpea en la nuca a Sumar/Más Madrid pero en realidad es la puntilla de todo el espacio del cambio. Abandonados quedan los problemas reales que el feminismo combate: la violencia, pero también la división sexual del trabajo –las posiciones subordinadas en lo laboral de los sectores más precarios y feminizados– y su relación con las tareas de reproducción social. Digamos que el número de veces que el feminismo ha estado en la boca de los y las nuevas políticas no ha estado a la altura de los logros obtenidos, sobre todo desde la óptica de un feminismo de transformación que tenga en cuenta la cuestión de clase.

(…)

Las relaciones de mierda no son agresiones machistas

El último ciclo feminista quería alertar sobre la gravedad de las violencias, pero terminamos discutiendo sobre una ley –la del solo sí es sí– que supuestamente acabaría con ellas por la vía del código penal. Los debates de estos años, que podrían haber sido imprescindibles para avanzar en la comprensión y la lucha contra estas situaciones han tenido también algunos efectos contraproducentes que empezamos a comprender mejor a partir de este caso.


Sin más preámbulos, os dejamos con los textos. Ojalá los disfrutéis tanto como nosotras, y le podáis sacar la mayor parte del mucho jugo que contienen. Un sincero agradecimiento a sus autoras y a Zona de Estrategia por publicarlos.




¿Por qué el movimiento LGTBIQ+ debería disolverse? Contra el efecto pacificador de la izquierda



En julio de 2021, moría asesinado el joven gallego Samuel Luiz tras recibir una brutal paliza. El consenso social, no el mediático, tuvo claro que lo habían matado por ser homosexual. Así se gritó en todas las movilizaciones que surgieron durante ese verano y en los meses posteriores. «A Samuel lo han matado por ser maricón» fue uno de los cánticos más unificadores bajo protestas en múltiples ciudades de todo el Estado. Pasadas las fechas de prides y orgullos críticos, el movimiento LGTBIQ+ se concentraba unilateralmente para denunciar el supuesto1 alto grado de violencia que se estaba alcanzando. El enemigo también estaba claro: el discurso de la derecha y la ultraderecha desde las instituciones, el Parlamento o los medios de comunicación. «A Samuel lo han matado por ser maricón y los culpables están ahí, son ellos, les ponemos nombre y cara».

Las proclamas de rabia y cansancio también fueron habituales. Parecía que aquel «la que quiera romper que rompa, y la que quiera quemar que queme» de Yesenia Zamudio2 tomaba cuerpo en los sujetos LGTBIQ+ de este país. Quizás por eso, un grupo de personas decidió confrontar a la policía en una de las manifestaciones espontáneas en Madrid por el asesinato de Samuel. ¿Después del asesinato de un maricón, qué? ¿Qué más había que esperar para que esto parara? El discurso general apuntaba a que la violencia debía de dejar de llegar del Estado y tenía que contraatacar desde las clases populares, desde las oprimidas, desde las disidencias, en un movimiento en el que el “hasta aquí” se hiciera efectivo. Más adelante analizaremos si este movimiento cumple ciertamente con estas etiquetas que se asigna a sí mismo. «Así se infiltró la ultraizquierda en la protesta por Samuel», titularía el diario ABC la crónica de aquella tarde. Quizás, por un momento, el movimiento había despertado.

El verano pasó, llegó septiembre, las agresiones se sucedían y una nueva noticia acaparó titulares: un joven vecino de Malasaña denunciaba una agresión homófoba en la que unos encapuchados le habían rajado la palabra maricón en el glúteo. Nuevamente: movilización social, clamor público, acción política. La denuncia resultó ser falsa (o el chaval decidió cambiar la versión por miedo, por desvinculación, por hartazgo) y no había habido tal agresión, aquello había sido consensuado. Aún así, las concentraciones se mantuvieron porque no se hablaba de otra cosa que de violencia y la idea general era la de que había que seguir saliendo a la calle. Era necesario seguir rompiendo, seguir quemando. Las proclamas pedían fuego. ¿Por qué no llegó a saltar la chispa?

Resulta extraño. Bien es cierto que eso que llamamos movimiento LGTBIQ+ no existe como tal; deberíamos nombrarlo movimientos en plural, o colectivos, o sujetos. Hay muchos matices. Nunca ha habido tal unificación. Es todo pura apariencia o incluso un falso consenso que, en una aglutinación de siglas, ha considerado a este movimiento como algo coordinado y estable en el tiempo. Nada tienen que ver las ONG y asociaciones institucionales como la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans, Bisexuales, Intersexuales y más (FELGTB) o el Colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales, Bisexuales e Intersexuales de Madrid (COGAM), colectivos vinculados a partidos políticos y sindicatos subvencionados estatalmente, con las múltiples asambleas transmaribibolleras que pueblan decenas de municipios en todo el país. Lo de conglomerados como AEGAL (Asociación de Empresas y Profesionales para Gays y Lesbianas, Bisexuales y Trans de Madrid y su Comunidad), su financiación, su implicación en la destrucción del tejido social, su apoyo a la gentrificación o sus inversiones en Israel, lo dejamos para otro momento.

No nos alarguemos. Podríamos entender que, por lo menos, hay dos formas de comprender el movimiento LGTBIQ+: una en vinculación con las instituciones y partidos y otra en la autonomía, los colectivos de base o la política de calle. Bien, esto es algo que podíamos entender hasta ahora. Pero las demandas y los mensajes que al final tienen que ver con el discurso político, cada vez son más semejantes en ambos supuestos bandos. Por poner un ejemplo: en el manifiesto unitario del Orgullo Crítico de Madrid de 2023 se hacían alusiones a los «limitados avances en la adquisición de derechos», a los «derechos humanos» como tal, a las «pocas protecciones» que se otorgan desde instituciones como la Comunidad de Madrid, a «formar familias cishetero disidentes», a la «identidad política», a las «minorías entre minorías»3. ¿No suena todo a proclama democrática? ¿No tiene un aire excesivamente demandante, asimilacionista y buscador de derechos a la manera de las asociaciones institucionales?

Si he puesto estos ejemplos desde el inicio es porque quiero llegar a un lugar muy concreto: los movimientos sociales se han equivocado en el fin de este último ciclo político y es de urgencia que planteen de nuevo su devenir, su acción y su discurso. En estos casos, quizás fueron un error las concentraciones por la muerte de Samuel (o el formato que adquirieron), quizás también la concentración por el ataque al chaval de Malasaña, o las proclamas del Orgullo Crítico. Teniendo en cuenta la capacidad de convocatoria y la potencia revolucionaria de enardecer de esa forma a la masa social, ¿por qué limitarla a un acontecimiento como un asesinato? ¿Por qué convocar un velatorio enfurecido y no poner las fuerzas en urgencias aún más extremas? ¿Por qué sacar a la calle a miles de personas solo en un caso tan específico? ¿Por qué no, antes o después, el movimiento LGTBIQ+ utilizó su capacidad de movilización para fines más comunes y menos sectorializados?

Si me estoy centrando específicamente en el movimiento LGTBIQ+ es porque he formado parte de él y porque entono el mea culpa en su deriva. Podría hacerlo extensivo a cualquier movimiento social en el que participemos (feminismo, antirracismo, migra, disca, gorde…); todos tienen el nexo común de la identidad. Esta reflexión que pretendo abrir no es una acusación, sino una llamada a pensar en común cuál es el siguiente paso y cómo podemos volver a estar alertas ante el colapso y la crisis que vienen. Además, importante, qué papel jugamos colectivamente en esto y en qué lugar nos deberíamos situar.

Resulta curioso que en un mundo en permanente guerra, en el que Ucrania ya quedó prácticamente relegada a una esquina, Palestina empieza a aburrir a las audiencias y las noticias sobre Yemen, El Salvador o Somalia son nulas, occidente se haya obcecado por la pacificación. Más concretamente: la izquierda ha sido capaz de regalar un discurso pacificador que a día de hoy ha contaminado a los movimientos sociales. La izquierda, la socialdemocracia, el progresismo, los demócratas, llamemos de mil formas distintas a lo mismo, ha tenido la oportunidad perfecta para encajar un relato en el que la paz social debe ser un fin a construir entre todos. Será por medio de la aprobación de leyes y con la representación y la visibilidad exigida por las pretendidas minorías que la izquierda logrará otorgarse el emblema de “aliada” de los condenados de la tierra.

En ese mundo en guerra en el que habitamos es capaz de convivir la urgencia de la ley del “Solo sí es sí” con la explotación y violación diaria de las jornaleras de la fresa; es el mismo espacio-tiempo en el que se reclama la necesidad de una Ley para la Igualdad Real y Efectiva de las Personas Trans y para la Garantía de los derechos de las Personas Lesbianas, Gais, Trans, Bisexuales e Intersexuales (LGTBI) y en el que el ministro del Interior es alguien como Fernando Grande-Marlaska, que también marcha en el Pride; el mismo ministro encargado del control de las fronteras y costas de un país en un mundo en guerra donde también se exige la #RegularizaciónYa de 500.000 personas sin papeles4.

¿No tendrá que ver este giro de guion hacia el identitarismo en los movimientos sociales con una falta asustadora de discurso de clase? Quiero decir, parece que las reclamaciones de los últimos años tienen mucho que ver con el reconocimiento, los derechos y la exposición mediática. Por volver al movimiento LGTBIQ+ que nos ocupaba, el discurso latente está en la necesidad de visibilidad. Cito de nuevo el ya mencionado manifiesto del Orgullo Crítico de Madrid de 2023:

«No daremos un paso atrás respecto a la visibilidad de nuestras identidades en espacios de calle, educativos, sanitarios, en la legislación, donde sea».

Siempre está presente la necesidad de ser visto, de mostrarse públicamente, de ser reconocido. Pero, ¿es una necesidad real? ¿Hay realmente una invisibilización de determinados sujetos? ¿En un mundo en guerra en el que se combinan los stories de Instagram del enésimo bombardeo en Gaza con el anuncio de la nueva serie de moda de Amazon en la que el hijo de la presidenta de Estados Unidos y un príncipe inglés se enamoran? ¿De verdad se pretende la visibilidad y el reconocimiento? ¿Por qué no asumir, de una vez, que lo LGTBIQ+ se convirtió en lo mainstream? ¿No hay un sólo atisbo de lo conflictivo y lo peligroso que esto puede ser?

No menciono esto en clave de miedo, ni mucho menos. No me gustaría entrar en el mismo juego de la izquierda, en el que ha tomado por costumbre la llegada de una sociedad del terror en la que la pulsión de muerte está a la orden del día y cualquiera puede acabar con nuestra vida, en la que algo aún peor está por venir desde cualquier otro arco político que no es el suyo. De hecho, esta ha sido una de las grandes bazas de la izquierda, aprovecharse del miedo de determinadas minorías para sacar un rédito propio. Así pudo verse en las últimas elecciones generales de 2023, en las que el movimiento LGTBIQ+ estaba arropado por la gran madre de la patria en la que se ha convertido Yolanda Díaz, esa mujer protectora y caritativa que ha escuchado a sus hijes, ha sabido entender su sufrimiento y les ha ofrecido la paz a cambio del voto. La campaña que el movimiento LGTBIQ+ hizo en favor de la posible presidenta fue algo nunca visto en este país. Ni siquiera con Zapatero aprobando la Ley de Matrimonio Igualitario en 2005 se confió tanto en la democracia por parte de un sector poblacional que, por lo menos hasta la institucionalización post Transición, se había mantenido en los márgenes y en la confrontación de la norma.

Este es uno de los lugares donde quería llegar ¿qué ha pasado para que unos sujetos otros y disidentes que se movían en un entorno completamente outsider hayan optado por colocarse en el centro del tablero? ¿Por qué aquellos que aún no se nombraban movimiento LGTBIQ+ ejercían su acción política en el espacio que ofrecía la invisibilidad, la sombra y la cloaca? Leía hace poco al suicidado Christopher Chitty contar esto del higienismo del siglo XIX y de la aparición de los baños públicos en Europa:

«Mientras que orinar en la calle aparentemente causaba un «ultraje contra la moral», la colocación de urinarios podría causar una «molestia pública», que abarcaba desde los panfletos, el hedor y los grafitis sexuales detallados por Wright, hasta el merodeo, el ligue callejero, la masturbación y el sexo entre hombres, algo que preocupaba a la policía de las principales ciudades de Europa en ese momento. […] Como indica el ejemplo de Manchester, las mujeres pidieron la construcción de urinarios para prevenir la «indecencia pública» y luego los expulsaron de los vecindarios cuando se convirtieron en centros de actividad homosexual. […] El cambio arquitectónico, hacia tabiques y urinarios individualizados, asignó a cada hombre su propio sexo, así como la disposición ansiosa por el sexo del hombre que no podía ver. Sus fluidos corporales ya no se mezclaban con los de otros hombres y ahora desaparecían por un desagüe.»5

Lo que hace Chitty a lo largo de su Hegemonía Sexual es desgranar los archivos europeos y encontrar la multiplicidad de experiencias que los homosexuales han tenido a lo largo de la historia y las relaciones que los diferentes gobiernos han guardado con esta situación en cada momento (a veces ejerciendo la persecución, a veces permitiendo determinados actos por necesidad política o por pura hipocresía). Lo que intento traer a la luz con este fragmento es la potencialidad con la que ha vivido la sexualidad, la expresión de género e incluso la propia identidad, eso que ahora llamamos movimiento LGTBIQ+. Lo revolucionario estaba en las sombras, en la noche, en los callejones, en los urinarios públicos. La capacidad de resistencia frente a la cisheteronorma venía de unos lugares infectos, apestosos, de la pura cloaca en la que se encontraban a oscuras aquellos que desarticulaban el sistema con sus propios cuerpos. Había todo un mundo otro en los bajos fondos de la sociedad. De ahí el surgimiento de prácticas como el cruising, las aplicaciones de sexo instantáneo, el uso de drogas, la experimentación con el propio cuerpo o la nula moral sobre cualquier tipo de práctica sexual (fisting, scat, pissing, BDSM, orgías…). Con esto no quiero decir que la sociedad heteronormada no tenga prácticas sexuales disidentes de cierta moralidad judeocristiana ni que las personas LGTBIQ+ tengan todas una sexualidad o una expresión de género absolutamente fuera de la norma. Pero sí que hay algo en todo esto que tiene que ver con lo invisible que hace, ahora sí, de las personas cuir, sujetos desarticuladores del mundo heterocentrado a través de encuentros, prácticas y disidencias en la absoluta marginalidad.

La pacificación de la izquierda se ha encargado de arrancar de las cloacas a los sujetos cuir y de tratar de asimilarlos bajo un sistema uniformado porque la estructura familiar, el trabajo funcionarial, la deuda y la hipoteca son herramientas de control social. Que las personas LGTBIQ+ pasen a ser sujetos de bien o ciudadanos de primera dentro de la sociedad europea contemporánea no es más que un intento victorioso a través del cual la izquierda ha logrado, bajo un discurso pacificador y aliado, mayor mano de obra para seguir manteniendo vivo el engranaje del capitalismo. Era necesario incorporar al mercado laboral y al modelo de familia a todos aquellos que habían conseguido vivir una vida fuera del sistema capitalista. El matrimonio igualitario, la posibilidad de la adopción o la gestación subrogada, el acceso a trabajos funcionariales, profesiones liberales o la loanza de determinadas expresiones artísticas (podemos pensar desde la moda, el travestismo o la música, encontraremos cientos de ejemplos de personas LGTBIQ+ asimiladas) han sido las piezas clave para que todo un sector social se pusiera manos a la obra para seguir manteniendo al Estado. El asalto veloz hacia la clase media. Por supuesto, desde un lugar visible en el que cualquier práctica subversiva fuera sancionada o estigmatizada. Con la complicidad, además, de las asociaciones ya mencionadas del estilo FELGTB o COGAM, que en el momento más terrible de la crisis del VIH decidieron, por ejemplo, que el modelo familiar era lo más conveniente para no perder la herencia de sus muertos. Si podían casarse, el dinero no se escapaba a terceros6.

Si bien decíamos que el movimiento LGTBIQ+ no es algo unitario, es precisamente en este último momento epocal que nombramos ahora, el del SIDA como tabú y terror social, en el que colectivos como ACT UP, la Radical Gai o las LSD se encargaron de llevar la práctica revolucionaria a su acción política. Con la rabia que provoca un goteo incesante de compañeros muertos, las personas cuir de los años 90 se dedicaron incansablemente a señalar a la administración, las instituciones y el gobierno como culpables de la situación que estaban viviendo. Y les llamo aquí cuir cuando ni siquiera estos mismos sujetos se lo llamaban aún o nunca llegaron a llamárselo. Pero lo hago, porque estaban intrínsecamente vinculados a la marginalidad que otorga tal palabra. Porque a pesar de que eran conscientes de lo que suponía el VIH y fueron los únicos capaces de tener un conocimiento exacto del funcionamiento del virus y las enfermedades derivadas, siguieron, desde la cloaca social, construyendo vínculos que rompían con el sistema familiar, practicando y viviendo la sexualidad de la forma más extrema, a sabiendas de que el mundo se les podía acabar, renunciando a la participación democrática y a la entrada en un sistema de valores con el que estaban en permanente guerra. Y a pesar de todo ello, el peso del identitarismo y el ansia por la referencialidad constante del propio sujeto no era algo que estuviera en el discurso. Desde ese lugar escribía Paco Vidarte:

«Convertirnos, encarnar, ser todo lo que detestan, parecerles vomitivos, odiamos su buen rollo y sus sonrisitas, sus declaraciones compasivas que nos dan miedo, terror. Desenmascarar al enemigo hasta que cante. Provocación, esperpento: esto lleva mucho tiempo inventado. Llevarlos al límite. No somos sistema, ni ciudadanos de primera, ni demócratas, ni hemos pactado nada que nos obligue a ser como ellos, no molestarlos, o dejarlos de joder.»7

Y esto lo escribía desde la cama del hospital a punto de morirse. Con la misma rabia y el mismo desenfreno que había mantenido desde que estuviera en la Radical Gai. Sabiendo que hacía falta sacudir al movimiento LGTBIQ+, hacerle despertar de la amnesia en la que se encontraba ya en ese momento en el que no había asomo de revolución alguna. Lo hacía habiendo militado y habiéndose colocado en un lugar en el que lo marika fue radicalmente central, pero sin supremacía identitaria; por la lucha desde Lavapiés con las putas, los yonkis, los manteros, los pobres y todo aquel que se le cruzara en el camino. No era una cuestión de derechos, sino estar del lado de tu propio vecino con el que compartes la clase, la única forma en la que puedes estar codo a codo con alguien sin que tu identidad sea una problematización teórica. Solo cuando la propia vida está en riesgo es cuando todos los sujetos marginales pueden coordinarse y generar solidaridad y apoyo mutuo. Es la manera en la que ahora podemos ver cómo militan espacios como la PAH, los Sindicatos de Inquilinas, el Sindicato de Manteros, Territorio Doméstico o el Sindicato Otras; cuando lo que está en juego es la reproducción de la vida. Los movimientos sociales han permitido que la autorreferencialidad, el cuidado individualista y la primacía por los sentires propios descarte toda posibilidad de lucha común porque, posiblemente, no haya nada en juego. Tantos años escuchando la palabra privilegio, cuando poder llamar militancia a acudir a un espacio terapéutico y no a parar un desahucio era el verdadero privilegio.

Esa es la urgencia a recuperar. Un lugar de espacio asambleario en el que el tejido que tanto se nombra se haga efectivo, en el que la confrontación con la norma sea real, en el que los derechos no sean un fin. Los movimientos sociales deben sacudirse de encima los títulos universitarios, los privilegios de clase, las problemáticas irreales, el punitivismo y la autocompasión. Los movimientos sociales, así pues, deben entender que, en general, están formados por la clase media, por incómodo que resulte. Cosa que quedó clarísima, por ejemplo, cuando el evidente apoyo a la Ley Trans ignoró por completo a las trabajadoras sexuales, que se estaban intentando criminalizar casi al mismo tiempo, primando por encima de las propias identidades a la solidaridad de clase. Hay otros lugares donde llorar. Lo que se pone en el centro es la necesidad de hacer vivible una vida. Y el movimiento LGTBIQ+, que debería ser transmaribibollero, que debería pasar a lo cuir y acabar incluso con ello y ni siquiera nombrarse, tiene que saber que lo que va en el centro no es en absoluto la identidad ni mucho menos la necesidad de ser visible. Si en algún lugar debe ser asimilado el movimiento LGTBIQ+ y los movimientos sociales identitarios en general es en las militancias donde la reproducción de la vida está puesta en juego. Sería necesaria una disolución por integración. Acabar de una vez,con la sectorialización en las diferentes luchas y construir un movimiento más unitario, evitando la obsesión por cumplimentar con todas las categorías oprimidas una lista que cada vez se hace más eterna y que al final resulta más apariencia que praxis efectiva. El ansia del quién falta no puede seguir condicionando el hacer y decir político, debemos hacer y decir con las que ya estamos aquí.

Gritaba Pedro Lemebel en su Manifiesto (Hablo por mi diferencia): «Yo no pongo la otra mejilla / Pongo el culo compañero». Poner el culo, y aquí hablo con Preciado, es desidentificarse:

«El ano no tiene sexo, ni género, como la mano, escapa a la retórica de la diferencia sexual. Situado en la parte trasera e inferior del cuerpo, el ano borra también las diferencias personalizadoras y privatizantes del rostro. El ano desafía la lógica de la identificación de lo masculino y lo femenino. No hay partición del mundo en dos. El ano es un órgano post-identitario.»8

Nos hace falta más culo y menos cara. Ponernos de espaldas y que lo único que se vea sea un agujero negro, peludo, apestoso, que ningún sistema de control tenga la capacidad de saber a quién pertenece y al que ni siquiera se atreva a acercarse. Solo si viniera un estamento institucional le lanzaremos un sonoro pedo para asustarlo y, si fuera necesario, nos cagaremos en él. Mientras, en ese círculo de culos marginales en pompa, nos estaremos viendo las caras en lo oscuro, dándonos lametones, comiendo juntas o hablando y llorando. No hará falta nombre ni pronombre, se habrá agotado toda posibilidad de identificación y lo que quedará en claro es que un grupo humano es únicamente capaz de mantenerse a través del apoyo mutuo. Codo a codo y culo en pompa, sin reconocimiento, sin visibilidad, sin jerarquización por opresiones. Las vidas comunes puestas en el mismo círculo y preparadas para la guerra contra la pacificación social.

  1. “Supuesto” porque en este tipo de mediciones aleatorias se tiende a obviar tanto el pasado, como la comparativa con otros territorios. En España, la violencia elegetebifóbica está (y estaba en el momento del asesinato de Samuel) en su mínimo absoluto, siendo uno de los países más seguros, en términos de agresiones, del planeta. 

  2. Mujer vinculada al Frente Nacional Ni Una Menos México que, en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer, clamaba así por el asesinato feminicida de su hija Marichuy. 

  3. El manifiesto completo es consultable en las redes sociales del Orgullo Crítico de Madrid. He podido localizar una web en la que se puede leer. Es la siguiente: https://www.feministas.org/orgullo-critico-2023-madrid.html 

  4. En España, el gobierno de Felipe González regularizó de forma extraordinaria la situación de migrantes sin papeles entre 1985-1986 y en 1991 y 1992; el gobierno de José María Aznar en 1996, 2000, 2001; el gobierno de Jose Luís Rodríguez Zapatero en 2004. Los datos apuntan a que las diferentes regularizaciones se han llevado a cabo en épocas de necesidad de mano de obra barata, por lo que el apoyo a una regularización desde determinados partidos, a derecha e izquierda del marco político, no tiene que ver con la emancipación racial sino con las condiciones económicas del país. 

  5. Chitty, Christopher; Hegemonía sexual. Política, sodomía y capital en el surgimiento del sistema mundial. Traficantes de Sueños, 2023, pp. 190 – 191. 

  6. A mediados de los años 90, varias asociaciones a lo largo de occidente se dedican a reclamar el matrimonio igualitario en plena pandemia del VIH como forma de mantener la economía de aquellos que fallecían. Si dos hombres podían casarse y uno de ellos moría, la herencia no pasaría a la familia del difunto sino que iría a manos del viudo, exactamente igual que en las parejas heterosexuales. En ningún momento se cuestionaba el modelo familiar ni la necesidad de colocar las herencias en un común que no vivía una situación precisamente buena en lo económico. Ni mucho menos se entendía la herencia como una posibilidad fuera del matrimonio, cosa que es legal a través de un testamento. El matrimonio no es una opción única. 

  7. Vidarte, Paco; Ética Marica. Egales, 2007, p. 142. 

  8. Preciado, Paul B.; Terror Anal. En: El deseo homosexual. Hocquenghem, Guy. Melusina, 2009,





El problema de los grupos

Carolina Vacas, Javier Correa y María Llinares |


«Si el capital es una relación social donde todo lo sólido se desvanece en el aire, igual que las moléculas de agua cuando esta hierve […] conviene mantener a la vista que la infinita gama de formas de los cristales de nieve son también moléculas de agua enlazadas entre sí de otra manera»

Raquel Gutiérrez Aguilar

La discusión en torno a la organización

La discusión política en torno a la organización es una cuestión histórica. Las mismas preguntas que se discutían en los ateneos libertarios y las casas del pueblo de los años 30, y que retomaron los movimientos feministas de los 70, vuelven a ponerse sobre la mesa hoy. Como elementos periféricos del sistema, los distintos grupúsculos políticos han debatido a lo largo del tiempo cómo organizarse para conseguir sus objetivos, sean estos conquistar el Estado, derrocar un gobierno u ocupar un centro social. En la tradición comunista, la discusión en torno a la organización ha sido fundamental y pautada: la construcción de un partido de masas, la generación de una vanguardia política, la disciplina militante, pero la camaradería que opera en el seno del partido también ha sido uno de los puntos discusión para los marxismos heterodoxos. Así mismo, muchos, inscritos en la estela autónoma y libertaria, han visto en la jerárquica y vertical estructura del partido el germen de los autoritarismos.

Es imposible negar que hoy esta discusión se encuentra otra vez sobre la mesa. La crítica del Movimiento Socialista (sean cuales sean sus siglas) a los movimientos sociales en Madrid se dirige principalmente a esta cuestión: las que militamos estamos desorganizadas o, para ser más precisas, nos organizamos en formas inefectivas (como el movimiento o el centro social). Si las vertientes vascas o catalanas (Gazte Koordinadora Sozialista y Horitzó socialista) dirigen también la crítica a su herencia independentista y dicen que no es necesario esperar a la independencia del Estado español para iniciar un proceso de emancipación de la clase trabajadora, el movimiento socialista del interior (Coordinadora Juvenil Socialista) se arma básicamente en torno a la crítica a los movimientos sociales. Según su diagnóstico, la forma actual movimentista de las luchas no es capaz de escalar el conflicto para torpedear verdaderamente el sistema y mantiene dispersas un número limitado de fuerzas que, de estar más organizadas (por ejemplo, en un partido), serían mucho más efectivas.

Desde la Escuela de las periferias, un grupo de autoformación política de La Villana de Vallekas, algunas creemos que la discusión en torno a la organización —tal y como está planteada— fetichiza la forma, genera burocracias y divisiones y, además, reproduce las mismas dinámicas que dice combatir. Sobre lo primero, creemos que la imposición de una única forma (la forma-partido) obvia el hecho de que es la composición singular y situada de la lucha y su territorio lo que nos dota de las herramientas más útiles para construir una organización de lucha (que en unos contextos puede ser una y en otros, otra). Sobre lo segundo, la división entre el partido y la masa (y su autorreferencialidad bajo la etiqueta de vanguardia) creemos que genera una división que debería eliminarse. El sindicalismo social que practicamos en La Villana busca, precisamente, todo lo contrario: construirse a raíz de un conflicto junto con las personas afectadas por el conflicto. Armar la lucha a través de la contradicción y no por fuera de ella. Por último, atender únicamente a cuestiones macropolíticas y molares (Estado, Partido, Ley) obvia el componente micropolítico, es decir, la forma en que reproducimos las propias dinámicas del capitalismo y el patriarcado con nuestros propios cuerpos y deseos. No se trata, o eso creemos en la Escuela, de centrarnos únicamente en construir una utopía, sino en ser capaces de fabricar los cuerpos que la habiten.

La cuestión micropolítica

Como señalan los autores del libro Micropolítica de los grupos, atender a la cuestión micropolítica supone, entre otras cosas, romper con la idea de que basta con la buena voluntad (o tener la ideología correcta) para fabricar un grupo político. Creemos que es naíf pensar que basta con juntarse para perdurar en el tiempo, que basta con querer estar juntas o pensar lo mismo para que nuestro grupo funcione. Además, esto no responde a la historia de nuestros errores y escisiones: si es suficiente con querer hacer la revolución para construir un grupo, ¿por qué hay tantos y tantos muertos, rotos o escindidos? La pregunta que a nosotras nos mueve es precisamente esa: ¿qué está pasando ahí? ¿Cómo explicamos nuestra impotencia práctica, a pesar de nuestra supuesta excelencia teórica? Y es que obviar la cuestión micropolítica es fácil, siempre podremos decir que tal grupo se rompió por vaguedades («cansancio»), asuntos personales («había gente que era muy estúpida») o por un enemigo externo («vinieron de otro grupo y quisieron imponer su agenda»). Este olvido de la micropolítica no solo es tremendamente perjudicial para nuestro avance, sino que nos sitúa en una pasividad a menudo acrítica con nosotras mismas. Se trata, entonces, de que partamos de la pregunta fundamental: ¿cómo se hace un grupo?. Como señaló Gilles Deleuze:

El pensamiento no piensa a partir de la buena voluntad, sino en virtud de fuerzas que se ejercen sobre él […]. No pensaremos hasta que no se nos obligue a ir allí donde están las verdades que dan que pensar, allí donde se ejercen las fuerzas que hacen del pensamiento activo y afirmativo.

Prestar atención a la cuestión micropolítica supone, entonces, aceptar que no somos grupo (así, sin más, como mera agrupación), sino que devenimos grupo, que tenemos que saber hacer grupo (el famoso know-how). Además, pone en el centro del debate la cuestión de cómo se construye nuestra subjetividad y cómo reproducimos (o no) los modos de subjetivación dominantes. El sistema capitalista no es un sistema únicamente económico, sino que también funciona como agente socializador y nos hace integrar los distintos modos de significación (además de moldear nuestro imaginario, por ejemplo). Sería iluso pensar que nada de eso ha calado en nuestro crecimiento, que no arrastramos ninguno de los vicios del sistema… Y no solo iluso, sino también peligroso, pues, como decimos, nos sitúa en un lugar acrítico para con nosotras mismas, lo que aumenta las probabilidades de reproducir aquello que solo sabemos señalar afuera. Para esto, es necesario hacer el ejercicio de sabernos afectadas por la naturaleza del sistema-mundo-capitalista y no pensarnos como un afuera de las relaciones sociales y las prácticas que se dan en él.

Se trata, entonces, de preguntarnos, hasta qué punto estamos encarnando en nuestros cuerpos la influencia de los modelos imperantes y de qué manera podemos pensar remedios para evitar reproducir las mismas prácticas o violencias que señalamos. Se tratará, en fin, de repensar nuestra manera de hacer grupo para evitar caer en los mismos errores, para evitar caer en una suerte de compulsión por repetición.

En este sentido, la cuestión no es solo tener grupos activos e inteligentes sobre estas prácticas, sino ser capaces de construir espacios que sepan pensar y construir sus propios agenciamientos colectivos. No basta con identificar la violencia, el fascismo o el autoritarismo en el sistema, hemos de ser capaces de identificarlo en nuestros grupos y mecanismos. Es este el único modo que tenemos de prefigurar la utopía que está por venir, de generar aquí y ahora el ensayo de las prácticas de vida autónomas que queremos generalizar. Este ejercicio es doloroso porque nos saca de nuestra zona de confort, porque supone que lo que rechazamos teóricamente se encarna en nuestras compañeras, nuestras amigas o en nosotras mismas. Sin duda, el objetivo hoy no es tanto descubrir una semilla interna de autenticidad en nuestro interior, sino más bien rechazar lo que somos. Aprender a desaprender que dirían nuestras compañeras de clases de castellano. Y es que no se trata de liberarnos del Estado e instituciones, sino también sacar el Estado de nosotras, destruir nuestro devenir-Estado (y el de nuestros grupos).

Rescatando la distinción que hizo Félix Guattari entre el nivel molar y el nivel molecular, nos surge la pregunta de hasta qué punto prestamos atención a este segundo nivel —a nuestras relaciones, afectos y maneras de estar colectivamente— o si, por el contrario, depositamos todas nuestras energías en el nivel molar —agendas, objetivos, indicadores, tareas…—. Acercar la lente a la micropolítica no supone olvidarnos de estas agendas y objetivos, pues estos dos niveles solo existen en relación entre sí. Prestar atención a la composición micropolítica de los grupos implica pensarnos como grupo, identificar nuestras potencias y fantasmas, abrir posibilidades e inventar nuevas formas de ser y hacer grupo más allá de las identidades rígidas. En definitiva, asumir nuestra capacidad constitutiva sin representación, darnos nuestra propia ley, construir nuestra autonomía. En este caso, no basta con la buena voluntad «de que todas estamos aquí con el mismo deseo», no. Se hace necesario crear dispositivos para examinar lo que pasa dentro de nosotras. Al igual que no basta con quererse para estar en pareja, no basta con querer: hay que saber hacer grupo. Y este es un saber que debe cultivarse y potenciarse.

Esta postura nos llena de potencia, pues supone sabernos capaces de transformarnos a nosotras mismas, de llevar a cabo lo que Foucault denominó «prácticas de libertad» y que distinguió de las meras «prácticas de liberación», pues no basta solo con quitarnos las cadenas. Se trata de vivir ya, aquí y ahora, configurando modos de vida que nos permitan vivir cuando no las tengamos. Siguiendo a Gutiérrez en Producir lo común; la expresión «cambiar el mundo» requiere indudablemente alterar la forma de vinculación social que nos impone el capital –esto es, la ruptura, separación y distancia– para construir otras formas que no solo lo rechacen sino que vayan más allá del capital. En palabras de la autora:

Cambiar el mundo, a mi entender, consiste tanto en lograr detener el tren para poder bajarse de él como, también, paulatinamente ir creando otro modo de estar en él (en el mundo no en el tren) que disuelva la amenaza de que vuelva a echar a andar.

El arte de descifrar las señales

Pero para atender a las derivas de los grupos hay que tener un cierto saber, y este saber orbita, sobre todo, alrededor del arte de leer señales. No podemos saber a dónde va nuestro grupo sin un mapa que nos sitúe en el territorio. En Proust y los signos, escribió Deleuze:

Enseñar es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos que hay que descifrar, interpretar. No hay «aprendiz» que no sea el «egiptólogo» de algo. Uno sólo llega a ser carpintero haciéndose sensible a los signos de la madera, o médico, haciéndose sensible a los signos de la enfermedad.

Atender a las señales de los grupos, captar sus principales devenires, actualizarlos y decidir para frenarlos. Agenciarnos colectivamente las posibilidades que nos alegran, que nos abren potencia, que aumentan nuestra fuerza. Pero ¿cómo hacerlo?

El encuentro con una señal se caracteriza por el desplazamiento de nuestro punto de vista hacia otro lugar. Cuando nos topamos con una señal, ese encuentro ocurre en la fina línea que separa lo que ya existe de lo que todavía no existe, porque la señal nos advierte de un futuro que roza el presente. Se trata, entonces, de encontrarnos con las señales para captar que el presente está girando. Pero, para que la señal nos permita adoptar otro punto de vista, tenemos que permitirnos ser afectadas por ellas, escucharlas e incorporarlas para experimentar y cambiar el sentido de lo que venía siendo. En estos momentos es, entonces, cuando empezamos a sentir que algo ha cambiado, aunque no sepamos muy bien lo que ha ocurrido. De hecho, muchas veces las preguntas son tan solo generales y únicamente captan el mareo del desvío, pero no adivinan su contenido («¿Qué nos está pasando?», «¿Por qué se fueron estas personas?», «¿En qué momento comenzaron a vaciarse las asambleas?», «¿Por qué las nuevas nunca hablan?»). De lo que se tratará a partir de aquí es de agarrar la señal, acercarse para descifrar su mensaje, indagar más («¿Qué afectos han recorrido nuestros cuerpos en esta reunión tan productiva?»?, «¿Cómo proseguir y mantener estos afectos alegres?»).

A partir de aquí, de lo que se trata es de acuerpar la señal, de entender las condiciones que nos han permitido llegar hasta donde estamos ahora. Proceder de la misma manera genealógica que inauguró Nietzsche en su Genealogía de la moral: partir siempre de la pregunta sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Saber rastrear entre los profanos —y a veces insustanciales— hechos de nuestra biografía como grupo, los desvíos concretos que, sin saberlo, nos tienen a todas calladas en esa asamblea. En definitiva, lo que necesitamos es una «cultura de los antecedentes» que nos permita entender las condiciones que han permitido llegar hasta donde estamos ahora, entender el acontecimiento, bien sea para procurar un cambio o para proseguir en este nuevo plano.

Lo difícil de esto es que las señales se entremezclan con la situación, siempre están en un entre y su estatus nunca está claro. ¿Estamos cansadas físicamente o cansadas de esta situación? Por eso, proferir un sentido a las señales no depende de la buena voluntad, sino que ha de ser construido colectivamente: suspendiendo el curso natural de las cosas (el punto de vista que tenemos por costumbre adoptar) y pensando colectivamente los futuros que nos acechan como grupo.

Pero ¿cómo podemos despegarnos de ese curso natural de las cosas? ¿Cómo puede el grupo salir del atrapamiento entre lo que ya no es y el futuro que no ha llegado todavía? ¿Cómo pensar y actualizar lo que está pasando?

La pregunta por nosotros mismos

En el cruce entre la señal y el sentido, en la intersección entre aquello que violenta el pensamiento y el intento de explicación o voluntad de conferirle un sentido, es ahí donde aparece el «problema» del grupo. Mencionan los autores de Micropolíticas de los grupos que, el prefijo «ex» de «explicar» designa el acto de «desenrollar» y «desplegar» lo que está enredado, esto es, abrir la la situación que nos entrampa, profundizar allí donde la señal nos insiste y empuja a buscar algo distinto. Para encontrarnos en esa intersección necesitamos habernos dejado afectar por las señales, conocer la situación concreta en la que nos encontramos, pues los problemas o necesidades detectados son siempre situados, están localizados.

En el momento en el que tomamos la situación y la habitamos, sintiendo lo que ocurre dentro de ella y en nuestros cuerpos, nos abrimos a nuevos puntos de vista y a nuevas maneras de plantear el problema. Este es el acto de problemar (o arte de preguntar): desplazar la pregunta hacia otro punto de vista para contemplar la situación desde otro lado. Así, podemos dejar de prolongar los afectos tristes que nos acechan incluso en nuestras preguntas («Estoy cansada de tirar del grupo…¿por qué la gente no se implica?») para desplazar el sentido y crear nuevas posibilidades con nuestra pregunta («¿Son los proyectos que venimos pensando atrayentes para el grupo?», «¿qué otros proyectos podrían motivarnos?», «¿por qué son siempre las mismas personas las que proponen acciones callando el resto?»,«¿somos tan horizontales como pensamos?»). Si siempre nos planteamos nuestro estatus desde el mismo lugar, entonces nada se mueve, seguiremos golpeándonos contra el muro de lo conocido. «Nada cambia si nada cambia», que diría Kase O. Pero… ¿Cómo saber si estamos ante la pregunta perfecta? No se trata de buscar la verdad, sino de crear, de inventar los remedios para responder a nuestro inmediato presente. Podemos estar atentas a los afectos que genera la enunciación del problema para evaluar la misma: ¿genera resentimiento o, en cambio, genera potencia?, ¿qué soluciones se derivan de ella?

No esperemos encontrar las soluciones perfectas, no existe el bien y el mal per se, sino aquello que nos genera (o no) potencia, aquello que nos devuelve afectos alegres o tristes. Cada solución alterará el curso de nuestras relaciones, abrirá nuevas posibilidades («quiero volver a intentarlo, pero no quiero volver a una relación como la que teníamos»), se genera una brecha entre lo que era y lo que será. Aparecerán nuevos problemas en nuevas situaciones. Como leemos en Micropolítica de los grupos:

Nunca acabaremos con los tanteos en busca de problemas relacionados con nuestras situaciones de existencia, nunca dejaremos de descubrir soluciones, de experimentarlas, de dejarnos desplazar por los signos […]. Y, salvo que estemos cansados o decepcionados por la vida, esta no dejará de parecernos una manera de resistir a la uniformidad reinante.

Inventar nuestros propios artificios

El nuevo punto de vista nos sitúa entre lo que ya no es y el futuro que no ha llegado todavía. ¿Cómo responder? ¿Cómo construir nuevas formas de existencia colectiva? Es aquí donde entran en juego los artificios, entendidos estos como técnicas que permiten huir de lo que nos paraliza, responder a los problemas enunciados, salir del curso natural que mencionábamos antes y abrirnos a nuevas potencialidades. Estos artificios son como recetas, ya que son individuales y situadas, y, además, porque son experimentales, porque nos adentran a nuevos caminos y procesos cuyo resultado o desenlace ignoramos.

De nuevo, hemos de construir colectivamente las condiciones necesarias para la construcción de artificios que liberen posibilidades, esto es, un ambiente rico a la experimentación. Salir del formalismo (siempre hemos hecho rondas de sentimientos, siempre tomamos turnos de palabra…) que nos hace olvidarnos del para qué del artificio y caer en una suerte de rutina separada de las circunstancias: ¿realmente esto está sirviendo para algo?, ¿habría otras formas de hacer que nos permitieran cosas distintas? Salir también del moralismo que puede derivarse de «siempre hemos hecho las cosas de esta manera…», lo que nos lleva a la persecución de aquel que no se ajusta a lo forma estricta, a lo «puro», como si el paso del tiempo fuera garantía de algo, como si la historia no nos hubiera enseñado lo movilizador que es saber que las cosas se han hecho de otra manera.

Crear artificios es romper con ciertos moldes, es desenamorarse de la forma y lanzarse a experimentar a sabiendas de que nunca vamos a ser capaces de saber lo que se nos viene. Es no cerrarse en una suerte de catastrofismos («esto no va a funcionar…») o sacar conclusiones precipitadas («no ha funcionado y nunca lo hará»), sino retomar allí donde nos encallamos, entenderlo como un nuevo punto de partida y continuar la experimentación, cambiando el enfoque, la luz, los colores o los sabores.

***

Se trata, en fin, de poner el problema de los grupos en el centro. No tanto para pensar cómo nos organizamos, sino para pensar por qué a veces no queremos organizarnos, por qué hay organizaciones que nos separan o nos entristecen y por qué, aunque nos organicemos, no opera ningún cambio en nuestras formas de vida. Este es el verdadero dilema de los grupos.







Un linchamiento feminista da la puntilla a la nueva política

Colectivo Cantoneras

Almudena Sánchez, Beatriz García, Marisa Pérez, Fernanda Rodríguez, Nerea Fillat y Nuria Alabao



En el camino de la nueva política se cruzó la irrupción del ciclo feminista, lo que provocó un intento de apropiación institucional de todo ese capital político. Este sirvió tanto para posicionarse dentro del parlamento como el azote de la derecha, como para gobernar en nombre del movimiento feminista, o incluso para las peleas internas por posiciones en listas: no me quieren porque soy demasiado feminista –decía Irene Montero–. Hoy el bumerán golpea en la nuca a Sumar/Más Madrid pero en realidad es la puntilla de todo el espacio del cambio. Abandonados quedan los problemas reales que el feminismo combate: la violencia, pero también la división sexual del trabajo –las posiciones subordinadas en lo laboral de los sectores más precarios y feminizados– y su relación con las tareas de reproducción social. Digamos que el número de veces que el feminismo ha estado en la boca de los y las nuevas políticas no ha estado a la altura de los logros obtenidos, sobre todo desde la óptica de un feminismo de transformación que tenga en cuenta la cuestión de clase.

Las peleas internas brutales y despiadadas eran cotidianas y estaban naturalizadas en esa nueva izquierda, “una forma de comportarse que se emancipa a menudo de los cuidados, de la empatía y de las necesidades de los otros”, decía eufemísticamente Errejón. Cuando el poder se acumula en determinadas personas, que acaban endiosadas por la exposición mediática y las atenciones que las fama les procura –fama que garantiza el poder en estas organizaciones débiles– es difícil que no se genere despotismo, maltrato, y abusos de todo tipo. Esto ha estado muy presente en la cultura de guerra que se instituyó en Podemos cuando, en vez de optar por la democracia interna y la pluralidad, se eligió un modelo vertical que ha llevado a la centrifugación y liquidación de todo el espacio político. Estas organizaciones no tenían forma de generar contrapesos internos al poder de determinadas personas, ninguna, mucho menos de vigilar los comportamientos personales de sus miembros –si es que eso fuese deseable–. El autoritarismo se construye sobre las estructuras de dominación previas –como el sexismo– y las refuerza. Ahí donde confluye este poder personalista –con su propia érotica que hay que destruir– con las relaciones sexuales o afectivas, es fácil que se siga la propia lógica de yo primero o yo a pesar del resto, y se generen relaciones de mierda y abusos de todo tipo. La declinación de género de la falta de democracia y la autoridad sin límites es una subjetividad sexual del dominio. Así, la política profesional puede ser mas destructiva que el fentanilo; las adicciones de Errejón pueden resumirse en una: la adicción al poder –y no ha sido el único del espacio del cambio–.

Si el escenario era el de una guerra de todos contra todos con un alto grado de violencia interna –donde también participaron las mujeres por cierto–, y que dejó a mucha gente emocionalmente devastada, al gran mundo de ahí afuera no pareció importarle nunca, salvo cuando intervino la cuestión sexual. Siempre la cuestión sexual, ya sea en denuncias por explotación laboral, o en las de infiltrados policiales, a los medios –y al feminismo mainstream– parece que solo importa –o importa más– lo que toca el sexo. El resto de violencias quedan opacadas, relativizadas u olvidadas en un cajón. Aunque también hay que notar aquí, como señalan las compañeras antirracistas, una preocupación selectiva que convierte en casos hipermediáticos únicamente aquellos que afectan a determinadas mujeres blancas y de clase media. Los abusos de las temporeras del campo, en la frontera o en los Cíes o los que sufren las trabajadoras sexuales apenas ocupan algunas líneas en las crónicas de sucesos.

Asistimos pues al último capítulo de la liquidación de la izquierda del PSOE y ha venido en la forma de linchamiento colectivo utilizado como herramienta para la guerra interna. Las manías personales y las batallas políticas entre partidos de todo signo han confluido con un cierto feminismo castigador para linchar a Errejón convertido en monstruo, en epítome de todo lo que está mal en el orden de género. Las dinámicas de redes han contribuido a esta espiral donde abundan los golpes en el pecho, los heroicos desmarques y las exigencias bajo pena de excomunión de la izquierda de que todo el mundo se pronuncie y en un solo sentido: el de condenar al monstruo y a su organización y que esto se haga inmediatamente ya y sin posibilidad de reflexión. Otras opiniones no son posibles, las personas que piensan diferente no se atreven a hablar, el debate o incluso la duda están cerrados por miedo a ser la/el siguiente en ser linchado. ¿Qué hay de emancipador o transformador en el miedo? Un feminismo que se presenta estos días mediante un fuego redentor, posiblemente aleje a muchos y muchas, en vez de convencerles de que nuestro proyecto trae un mundo más generoso y amable para todos. La extrema derecha se frota las manos cuando el feminismo se viste de guerra de sexos con sus “todos son violadores” porque esta es la representación que más le conviene.

A pesar el pacto forzado de silencio, existen múltiples interrogantes que han recorrido los grupos de mensajería privada o las conversaciones informales. ¿Sirven los linchamientos para mejorar la situación de las mujeres que sufren situaciones de violencia? ¿Ayuda este marco a avanzar en nuestra lucha contra estas? ¿De lo que se le acusa a Errejón hasta el momento son verdaderamente agresiones sexuales, y de qué tipo? ¿Y lo son todas o solo algunas? ¿Son punibles? ¿Qué sería hacer justicia aquí? Y sobre todo ¿qué sería hacer justicia feminista? ¿Es la denuncia anónima por redes o incluso en medios una vía adecuada? No tenemos todas las respuestas, pero lanzamos unas notas para el debate.



Las relaciones de mierda no son agresiones machistas

El último ciclo feminista quería alertar sobre la gravedad de las violencias, pero terminamos discutiendo sobre una ley –la del solo sí es sí– que supuestamente acabaría con ellas por la vía del código penal. Los debates de estos años, que podrían haber sido imprescindibles para avanzar en la comprensión y la lucha contra estas situaciones han tenido también algunos efectos contraproducentes que empezamos a comprender mejor a partir de este caso.

En la pasada legislatura se vio como una conquista que una misma palabra “agresión” condensase cualquier acto sexual sin consentimiento independientemente de su gravedad o contexto donde se produjese –ya sea el beso de Rubiales a una violación múltiple–. Hoy constatamos que esa indefinición contribuye a la capacidad expansiva de ese concepto. Estos días asistimos a una mezcla de posibles imputaciones de delitos, comportamientos poco éticos y opciones sexuales que se condenan moralmente, todo junto y revuelto en una narrativa acusatoria donde es muy difícil deslindar las distintas cuestiones. No, no todo es lo mismo ni exige las mismas respuestas.

Por ejemplo, podemos reflexionar sobre cómo nos gustaría que fuesen nuestras relaciones personales libres ya de todo poder y dominio –para eso las mujeres también tendríamos que responsabilizarnos, no somos víctimas indefensas en toda relación como parece apuntarse estos días–. Pero usar esos marcos de deseabilidad para establecer juicios, escudriñar vidas sexuales y comportamientos, señalar y condenar a los culpables es contraproducente para un feminismo que parece deslizarse por el marco del autoritarismo, la moralización y el control de las costumbres como una suerte de vuelta al feminismo burgués de las prohibiciones del alcohol. Recordemos también que los más poderosos, los que tienen poder de verdad no necesitan la legitimidad de la pureza moral, a la derecha le afectan poco estas cuestiones. Este es un juego donde solo pelean las izquierdas institucionales contra sí mismas.

Desde luego, todos los comportamientos que nos parecen chungos no implican necesariamente violencia machista. Precisamente, esta en general está definida por relaciones que cuesta dejar, donde el agresor manipula, persigue y usa la violencia para dominarnos y controlarnos. ¿Es equiparable algo así con que dejen de escribirnos o no nos quieran ver más, con que solo quieran sexo como parece insinuarse estos días? ¿A qué no sean románticos en una relación o el sexo sea “demasiado duro”? Si todo es lo mismo, primero se banalizan violencias muy graves que están sucediendo –por ejemplo, los Cie y las PAH están llenas de mujeres que han sufrido estas violencias–, y después, perdemos el foco de cómo enfrentarnos a ellas porque todo parece ser lo mismo.

Los contornos de las agresiones se difuminan así peligrosamente. Parece que se condena el sexo ocasional o no romántico si no hay un compromiso de la otra persona que cumpla nuestras expectativas, como recuperado la vieja idea de que nuestra “flor” ha de ser recompensada con este compromiso, mientras se cuestiona el sexo no normativo. Las prácticas sexuales tienen que ser consentidas siempre pero no hay un sexo feminista, no hay uno más aceptable que otro. ¿Acaso a las mujeres no nos gusta ese tipo de sexo? ¿A ninguna? ¿Todas queremos lo mismo y vivimos la sexualidad de la misma manera? El sueño de los fundamentalistas sobre el control de las costumbres aparece aquí por un lado no previsto.

La pesadilla de estos días es que el giro reaccionario sobre la sexualidad, su resacralización, venga de la mano del feminismo. La pregunta central debería ser en todo caso por la posibilidad de negarse, si esta existe, todo lo demás: cómo folla cada quién o si se mete rayas y dónde, no debería importarnos ni debería ser un argumento usado contra nadie. El feminismo no va de moral, ni pretende remoralizar a la sociedad –o no debería–, va de aumentar la autonomía de las mujeres de empoderarnos. ¿Situarnos como víctimas en todos estos casos la aumenta o nos fragiliza más? ¿Incrementa nuestra capacidad de actuación, nuestro poder social?

Porque hemos pasado de una necesaria lucha para no culpabilizar a las personas agredidas a un momento donde aparecemos representadas como sujetos pasivos con nula capacidad de decir lo que queremos o lo que no queremos. Si a veces hay situaciones donde esto puede ser efectivamente así, desde luego no puede generalizar al papel de las mujeres en la sexualidad y en todas las relaciones descritas. Es justo contra lo que llevamos décadas luchando. Si no hay coacción física, no hay una dependencia económica o de otros tipos, o amenazas, podemos y debemos decir que no. Tenemos capacidad, o tenemos que buscarla colectivamente. Pero hemos llegado a un punto que el feminismo parece afirmar lo contrario. Solo sí es sí no implica que no podamos decir que no, o no debería.

Las jóvenes que están descubriendo la sexualidad no pueden recibir el mensaje de que un mal polvo, poco cuidadoso o insatisfactorio, o una relación de mierda es violencia porque eso nos convertiría a todas en víctimas en buena parte de nuestras relaciones y en muchísimas de nuestras interacciones. ¿Eso a donde nos lleva? ¿Qué podemos hacer desde esa posición en nuestra vida cotidiana? ¿Y nosotras nunca participamos en las dinámicas tóxicas de las relaciones, nunca ejercemos nuestro poder en ellas de forma indebida?

Es imprescindible volver a reafirmar nuestro papel activo en todo momento y lugar. Tenemos que hablar más de autodefensa feminista, de fuerza y de capacidad y menos de meter a las mujeres en una urna. Reafirmar nuestra capacidad de acción y nuestra responsabilidad no es culpabilizar a la víctima, es volvernos a dotar de posibilidades de actuación –generarlas de nuevo en el imaginario feminista– y mejor si estas son, además, colectivas.



El circo mediático y la política de las redes

Con el linchamiento de estos días estamos celebrando la transformación del feminismo de un movimiento colectivo en una catarsis de denuncias individuales y anónimas en redes sociales. Quizás, además de la puntilla definitiva para la nueva política, este acontecimiento marque también el declive de la potencia del movimiento feminista convertido en un proyecto de reforma moral.

Sobre la anonimato hubo un cierto debate en el pasado ciclo del Me too y, por lo menos, merece una reflexión sobre sus peligros, porque si algunas mujeres lo usan para denunciar cuando no encuentran otra vía, esta se presta a todo tipo de instrumentalizaciones que pueden volverse contra nosotras. Como señala Josefina Martínez, en redes como X el algoritmo está al servicio del proyecto político de la extrema derecha que utiliza bulos y campañas falsas para atacar a sus enemigos. ¿Qué peligros estamos abonando si reafirmamos este método de denuncia y el escrache en redes sin problematizarlo? ¿Sirve esta herramienta para todo y siempre para las mujeres cuyos agresores no sean famosos? ¿Qué pasa con estas mujeres cuando sus casos son descuartizados por la prensa, en este caso, incluso la más progresista? Hace años que, en todos los manuales periodísticos sobre el tratamiento de la violencia machista, se explica que hay que huir de las descripciones escabrosas, del sensacionalismo y de la conversión de la información en espectáculo. No es, desde luego, lo que ha sucedido estos días con la exposición de cada detalle en relatos morbosos para que todos los ciudadanos se conviertan en juez de cada una de las historias y de sus ínfimos detalles. ¿Cómo va a dejar esta pornografía emocional a las mujeres que denuncian después de que pase el calentón?

Por otra parte, la denuncia individual en redes donde cada una actúa por su cuenta no puede ser una apuesta consistente para luchar contra la violencia o el sexismo y puede dar lugar a injusticias que se vuelvan contra nosotras. El circo gestual tuitero hace tiempo que se ha convertido en simulacro de una política real muerta con el ciclo, la que ha quedado tras la hecatombe de la nueva política. No es anecdótico que su puntilla la haya puesto un linchamiento en redes. Y para las que piden más denuncias penales, como la ministra de Igualdad, solo recordar que la justicia casi nunca está de nuestra parte, que no se pueden demostrar todas las violencias que sufrimos, y que muchas no encajan en la lógica de un juicio o incluso son causadas por el propio sistema policial y penal –los desahucios, la que persigue y encierra a migrantes y trabajadoras sexuales y la que condena a feministas por luchar–.

Deberíamos luchar para que las herramientas para denunciar la violencia machista sean siempre, en la medida de lo posible, colectivas. También tenemos que retomar el camino de la movilización y la organización por abajo tanto para darle un nuevo impulso a un feminismo de transformación –que debería estar apegado a la vida de las mujeres que están más abajo–, como para abrir una verdadera batalla que recupere la iniciativa política en la calle superando por fin el desierto que ha dejado el fin de ciclo, la institucionalización del 15M, del movimiento feminista y sus fracasos. Contra los hombres poderosos y sus mierdas y abusos, pero también contra todo poder que hace posibles hoy las agresiones: papeles, derechos laborales y luchas colectivas para todos y todas.



 

 

 

 

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