Los textos de Laura Macaya nos hacen pensar. Nos alteran. Nos revuelven. Nos generan dudas, acuerdos y desacuerdos. Nos dejan a las claras lo mucho que tenemos aún por aprender, reaprender, cuestionarnos y replantearnos. Y, sobre todo, nos ponen sobre la mesa con claridad y rotundidad, y con un enfoque que nos encanta (pues lo sentimos muy próximo, y tanto echamos de menos tantas veces en tantísimos textos pretendidamente revolucionarios o alternativos), ideas, sentimientos, argumentos y propuestas sin ñoñerías, sin postureos, sin demagogias, sin esclavitudes ideológicas… es decir, las bases principales para el debate honesto que estimule el mutuo aprendizaje.
El texto que hoy os acercamos se trata de El goce de castigar. Política afectiva, víctimas funcionales y Estado moral, publicado dentro del número 3 de Cuadernos de Estrategia, dedicado a El sentido común punitivo, y que el colectivo que lo edita, Zona de Estrategia (un espacio cada vez más atractivo para alimentar el espíritu crítico) ha comenzado ya a liberar para descargar en la web.
El resumen de lo que nos vamos a encontrar en el texto, lo realiza la propia Laura Macaya:
En este artículo me propongo, en primer lugar, analizar cómo un enfoque punitivo de las violencias machistas no solo genera efectos contraproducentes para las propias víctimas, sino que además perpetúa las dinámicas de exclusión y segregación que, paradójicamente, busca combatir. Me detendré especialmente en un aspecto frecuentemente desatendido: la subjetivación que imponen los lenguajes del castigo y su impacto en las posibilidades de recuperación, agencia y politización de quienes han sufrido violencia. Este análisis permitirá mostrar cómo el orden punitivo se sostiene, en gran parte, gracias a este reaccionarismo de la alternativa que exige soluciones funcionales al tiempo que blinda las estructuras que producen el daño. Finalmente, señalaré algunas líneas de fuga: propuestas y formas de ruptura que abren paso a una política del deseo, de la potencia y de la transformación radical que no se subordine a la lógica de la penalidad neoliberal. Porque no todo lo que arde es violencia, ni toda justicia cabe en un juzgado.
(…) Lo que hemos denominado violencia mítica no se limita a la coerción física o institucional ejercida por el Estado, también se reproduce a través de discursos sociales y culturales que regulan la feminidad y la victimización. Cuando señalamos las tendencias punitivas presentes en ciertas estrategias feministas, en ocasiones nos referimos a la reproducción de una cultura de la eliminación del otro a través de las estrategias indiscriminadas del escrache y la cancelación. También nos referimos a la fuerte beligerancia con la que una parte del feminismo enfrenta las críticas y las disidencias internas de quienes señalan la inconsistencia o la falta de acuerdo ante determinados dogmas del feminismo oficial o incluso hacia quienes se les atribuye determinadas características simplemente por su condición identitaria. Pero en muchas ocasiones, y en este artículo nos centraremos en ello, nos referimos específicamente a la reproducción de relatos homogéneos sobre la violencia sexual que replican los valores de una feminidad hegemónica, imponiendo identidades fijas y legitimadas exclusivamente a través del sufrimiento y la vulnerabilidad.
El texto no es largo, pero, como ya hemos dicho, sí enjundioso, y a veces hasta enrevesado, retorcido, estrujante. O al menos esa ha sido nuestra experiencia. Es decir que, aunque abordando muchas de las cuestiones que Macaya ha tratado ya en otros textos, no te deja indiferente. Veamos unos párrafos que pueden ser buen ejemplo de ello:
La política del feminismo institucionalizado y mediático vive instalada en un estado de alarma emocional permanente. Cada nueva denuncia pública, cada condena mediática, cada campaña contra un agresor simbólico o real, produce una coreografía previsible de adhesiones automáticas, escándalos catárticos y exigencias de castigo que no dejan lugar para la duda, la complejidad o el conflicto. Todo se decide a golpe de un afecto sobreactuado, entre lágrimas digitales, gestos morales y aplausos por los buenos reflejos. En este escenario saturado de moral, donde el dolor se ha convertido en la única medida de lo político y el castigo en sinónimo de justicia, pensar alternativas que no pasen por reforzar la maquinaria punitiva se ha vuelto un gesto casi obsceno. Cualquier crítica a esta lógica es rápidamente desactivada con una pregunta trampa: «¿Y entonces qué propones?». Así se instala el reaccionarismo de la alternativa, esa forma sutil de blindaje del orden vigente que exige a toda crítica estar ya acompañada de una solución empaquetada, viable, evaluable y, a poder ser, homologable con la ley. Pero ¿y si lo que urge no es sustituir una herramienta por otra, sino desactivar el marco entero que define lo que es justicia, lo que es violencia y lo que puede o no ser deseado?
(…) El modelo punitivo no solo fracasa en sus promesas de justicia, sino que produce efectos devastadores sobre las subjetividades de las víctimas empíricas. Para ser reconocida como tal, la víctima debe encarnar una serie de atributos moralmente codificados —pureza, fragilidad, inocencia, vulnerabilidad— que configuran una gramática afectiva específica y excluyente. Solo quienes se ajustan a ese molde —mujeres blancas, de clase media, emocionalmente expresivas y políticamente dóciles, o también aquellas que encarnan la figura de la pobre sumisa— pueden acceder a los circuitos de reconocimiento y reparación simbólica que este régimen ofrece. Las demás quedan fuera: mujeres racializadas, migrantes, trabajadoras sexuales, militantes políticas, personas trans o con trayectorias disidentes que encarnan otros modos de sufrir, de resistir o de nombrar la violencia, son sistemáticamente deslegitimadas, invisibilizadas e incluso criminalizadas.
(…) En este contexto, las relaciones afectivas se estructuran según los mismos principios que rigen el sistema penal: exclusión, ejemplaridad, irreversibilidad. Interiorizamos una forma de estar en el mundo en la que todo conflicto se convierte en violencia, toda violencia en delito, todo malestar en trauma y toda diferencia en peligro. Esta despolitización del conflicto borra su potencial transformador y consolida una subjetividad temerosa, precavida y ensimismada. La lógica del castigo no solo se impone desde arriba: se filtra en los gestos, en las conversaciones, en las decisiones más íntimas.
El resultado es la multiplicación de la soledad política, el miedo a intervenir, la autocensura. Muchas personas —especialmente quienes no encajan del todo en el relato hegemónico— optan por retirarse, callar o no implicarse por temor a no estar «a la altura moral» o a ser denunciadas por pensar, sentir o actuar de forma no homologada. Se consolida así un clima relacional en el que la afectividad opera como mecanismo de control y la comunidad se convierte en escenario de escarmiento. En nombre de la justicia, se reproduce la fragmentación neoliberal, la desafección y la soledad, mientras se refuerza un aparato estatal que capitaliza nuestra impotencia relacional para legitimar su intervención constante.
Encontramos también algunas de las ideas por las que los planteamientos de Macaya han conseguido abrirse paso en el debate público:
