domingo, 2 de noviembre de 2025

El goce de castigar. Política afectiva, víctimas funcionales y Estado moral (Laura Macaya)

 


 

Los textos de Laura Macaya nos hacen pensar. Nos alteran. Nos revuelven. Nos generan dudas, acuerdos y desacuerdos. Nos dejan a las claras lo mucho que tenemos aún por aprender, reaprender, cuestionarnos y replantearnos. Y, sobre todo, nos ponen sobre la mesa con claridad y rotundidad, y con un enfoque que nos encanta (pues lo sentimos muy próximo, y tanto echamos de menos tantas veces en tantísimos textos pretendidamente revolucionarios o alternativos), ideas, sentimientos, argumentos y propuestas sin ñoñerías, sin postureos, sin demagogias, sin esclavitudes ideológicas… es decir, las bases principales para el debate honesto que estimule el mutuo aprendizaje.


El texto que hoy os acercamos se trata de El goce de castigar. Política afectiva, víctimas funcionales y Estado moral, publicado dentro del número 3 de Cuadernos de Estrategia, dedicado a El sentido común punitivo, y que el colectivo que lo edita, Zona de Estrategia (un espacio cada vez más atractivo para alimentar el espíritu crítico) ha comenzado ya a liberar para descargar en la web.


El resumen de lo que nos vamos a encontrar en el texto, lo realiza la propia Laura Macaya:

En este artículo me propongo, en primer lugar, analizar cómo un enfoque punitivo de las violencias machistas no solo genera efectos contraproducentes para las propias víctimas, sino que además perpetúa las dinámicas de exclusión y segregación que, paradójicamente, busca combatir. Me detendré especialmente en un aspecto frecuentemente desatendido: la subjetivación que imponen los lenguajes del castigo y su impacto en las posibilidades de recuperación, agencia y politización de quienes han sufrido violencia. Este análisis permitirá mostrar cómo el orden punitivo se sostiene, en gran parte, gracias a este reaccionarismo de la alternativa que exige soluciones funcionales al tiempo que blinda las estructuras que producen el daño. Finalmente, señalaré algunas líneas de fuga: propuestas y formas de ruptura que abren paso a una política del deseo, de la potencia y de la transformación radical que no se subordine a la lógica de la penalidad neoliberal. Porque no todo lo que arde es violencia, ni toda justicia cabe en un juzgado.

(…) Lo que hemos denominado violencia mítica no se limita a la coerción física o institucional ejercida por el Estado, también se reproduce a través de discursos sociales y culturales que regulan la feminidad y la victimización. Cuando señalamos las tendencias punitivas presentes en ciertas estrategias feministas, en ocasiones nos referimos a la reproducción de una cultura de la eliminación del otro a través de las estrategias indiscriminadas del escrache y la cancelación. También nos referimos a la fuerte beligerancia con la que una parte del feminismo enfrenta las críticas y las disidencias internas de quienes señalan la inconsistencia o la falta de acuerdo ante determinados dogmas del feminismo oficial o incluso hacia quienes se les atribuye determinadas características simplemente por su condición identitaria. Pero en muchas ocasiones, y en este artículo nos centraremos en ello, nos referimos específicamente a la reproducción de relatos homogéneos sobre la violencia sexual que replican los valores de una feminidad hegemónica, imponiendo identidades fijas y legitimadas exclusivamente a través del sufrimiento y la vulnerabilidad.


El texto no es largo, pero, como ya hemos dicho, sí enjundioso, y a veces hasta enrevesado, retorcido, estrujante. O al menos esa ha sido nuestra experiencia. Es decir que, aunque abordando muchas de las cuestiones que Macaya ha tratado ya en otros textos, no te deja indiferente. Veamos unos párrafos que pueden ser buen ejemplo de ello:

La política del feminismo institucionalizado y mediático vive instalada en un estado de alarma emocional permanente. Cada nueva denuncia pública, cada condena mediática, cada campaña contra un agresor simbólico o real, produce una coreografía previsible de adhesiones automáticas, escándalos catárticos y exigencias de castigo que no dejan lugar para la duda, la complejidad o el conflicto. Todo se decide a golpe de un afecto sobreactuado, entre lágrimas digitales, gestos morales y aplausos por los buenos reflejos. En este escenario saturado de moral, donde el dolor se ha convertido en la única medida de lo político y el castigo en sinónimo de justicia, pensar alternativas que no pasen por reforzar la maquinaria punitiva se ha vuelto un gesto casi obsceno. Cualquier crítica a esta lógica es rápidamente desactivada con una pregunta trampa: «¿Y entonces qué propones?». Así se instala el reaccionarismo de la alternativa, esa forma sutil de blindaje del orden vigente que exige a toda crítica estar ya acompañada de una solución empaquetada, viable, evaluable y, a poder ser, homologable con la ley. Pero ¿y si lo que urge no es sustituir una herramienta por otra, sino desactivar el marco entero que define lo que es justicia, lo que es violencia y lo que puede o no ser deseado?

(…) El modelo punitivo no solo fracasa en sus promesas de justicia, sino que produce efectos devastadores sobre las subjetividades de las víctimas empíricas. Para ser reconocida como tal, la víctima debe encarnar una serie de atributos moralmente codificados —pureza, fragilidad, inocencia, vulnerabilidad— que configuran una gramática afectiva específica y excluyente. Solo quienes se ajustan a ese molde —mujeres blancas, de clase media, emocionalmente expresivas y políticamente dóciles, o también aquellas que encarnan la figura de la pobre sumisa— pueden acceder a los circuitos de reconocimiento y reparación simbólica que este régimen ofrece. Las demás quedan fuera: mujeres racializadas, migrantes, trabajadoras sexuales, militantes políticas, personas trans o con trayectorias disidentes que encarnan otros modos de sufrir, de resistir o de nombrar la violencia, son sistemáticamente deslegitimadas, invisibilizadas e incluso criminalizadas.

(…) En este contexto, las relaciones afectivas se estructuran según los mismos principios que rigen el sistema penal: exclusión, ejemplaridad, irreversibilidad. Interiorizamos una forma de estar en el mundo en la que todo conflicto se convierte en violencia, toda violencia en delito, todo malestar en trauma y toda diferencia en peligro. Esta despolitización del conflicto borra su potencial transformador y consolida una subjetividad temerosa, precavida y ensimismada. La lógica del castigo no solo se impone desde arriba: se filtra en los gestos, en las conversaciones, en las decisiones más íntimas.

El resultado es la multiplicación de la soledad política, el miedo a intervenir, la autocensura. Muchas personas —especialmente quienes no encajan del todo en el relato hegemónico— optan por retirarse, callar o no implicarse por temor a no estar «a la altura moral» o a ser denunciadas por pensar, sentir o actuar de forma no homologada. Se consolida así un clima relacional en el que la afectividad opera como mecanismo de control y la comunidad se convierte en escenario de escarmiento. En nombre de la justicia, se reproduce la fragmentación neoliberal, la desafección y la soledad, mientras se refuerza un aparato estatal que capitaliza nuestra impotencia relacional para legitimar su intervención constante.


Encontramos también algunas de las ideas por las que los planteamientos de Macaya han conseguido abrirse paso en el debate público:

De esta forma, la extensividad del concepto de violencia —hoy atribuible a comportamientos de naturaleza y gravedad muy diversa—, el uso performativo de los relatos y las cifras en torno a la violencia, así como la constante presencia mediática de casos aberrantes que se presentan como paradigma de la totalidad del problema, terminan configurando un escenario en el que muchas mujeres desarrollan su sexualidad bajo el signo de la sospecha y el miedo. Casos extremos y excepcionales, elevados a la categoría de norma o tendencia generalizada, contribuyen a fijar un imaginario en el que el escándalo, el drama y la emergencia se convierten en el marco dominante. Cuando el pánico se plantea como respuesta natural y el drama como explicación omnipresente, el terreno queda abonado para la pasión punitiva y la gestión del miedo a través del control.

Así llegamos a un escenario en el que la sexualidad de las mujeres queda reducida a dos únicas posibilidades: sexo ideal o violencia.

Como apuntaba Dolores Juliano, para obtener una relación sexual satisfactoria, las personas debían atravesar otras diez, con suerte, que no lo fueran. Es probable que, en un contexto patriarcal, las mujeres se lleven la peor parte de esa regla de compensación. Ahora bien, una experiencia insatisfactoria, una relación desagradable o con alguien sin empatía no es sinónimo de violencia. Follar con un imbécil no es violencia, aunque eso no debería impedirnos rebelarnos contra ello para exigir relaciones más placenteras o afearle su falta de interés en el deseo de la otra o pincharle la rueda de la moto.

Experimentar relaciones insatisfactorias, desagradables o indeseables forma parte de la experiencia humana de hacerse adulta, un proceso que, cada vez más, se nos está vedando a las mujeres. Esta imposibilidad de asumir la incomodidad, el error o incluso la decepción como parte inevitable de la construcción de nuestra sexualidad responde a una lógica que despoja de agencia y complejidad nuestras experiencias, infantilizándonos y sometiéndonos a un régimen discursivo que solo reconoce la pureza o la victimización. Como ha apuntado Laura Kipnis (2017), «¿Qué clase lerda de feminismo quiere proteger a las mujeres de la riqueza de sus propios errores, de sus propias ambivalencias?».


Así como buena parte del análisis de clase que también la caracterizan:

La reivindicación legítima de formas de sentir que no encajan en los marcos racionalistas, androcéntricos y burgueses ha derivado, en muchos casos, en una apología acrítica de las emociones extremas, desancladas de cualquier estrategia colectiva y desprovistas de capacidad para generar consensos o alianzas. Lo que en algún momento pudo ser una vía para denunciar la patologización histórica del dolor femenino, se ha convertido en una sacralización de la afectación constante como capital político, como si gritar más fuerte fuera sinónimo de tener más razón. Se pasa así de la vergüenza por sentir demasiado, a la exaltación de la emoción irreconciliable, exaltada y sin mediación posible.

Y, por si fuera poco, estas pasiones son a menudo producidas e instrumentalizadas por los propios dispositivos neoliberales de subjetivación, especialmente por medio de los discursos securitarios en torno a la violencia sexual. Se nos enseña a tener miedo, a estar alertas, a vivirnos como vulnerables, a experimentar cada malestar como trauma, y luego se nos ofrece una política del afecto como única vía legítima de participación. No hay organización, hay expresión; no hay estrategia, hay impacto. Y si no hay alianza posible con otros sujetos porque nuestras emociones son únicas, innegociables y sagradas, entonces tampoco hay proyecto político: hay catarsis administrada por el poder.

(…) Todo ello nos sitúa ante un escenario en el que, como ha señalado Lois McNay, la teoría política de la izquierda —y dentro de ella el feminismo— ha reducido la condición de víctima a una performance victimista: una posición esencialista, instrumental y autoritaria que, además ha descuidado la experiencia encarnada de la victimización.20 La insistencia en una figura de la víctima esencialmente pura y dañada responde a una lógica que privilegia las experiencias de quienes tienen el poder de convertir su vulnerabilidad en un discurso políticamente válido. Un discurso que, paradójicamente, se presenta como universal, pero que responde a las necesidades muy concretas de quienes ocupan posiciones de poder o aspiran a acceder a él. Este modelo de fragilidad no es inocente: funciona como un dispositivo de legitimación que reafirma la centralidad de las clases medias y burguesas como los únicos sujetos dignos de protección y reparación, mientras se desatienden —o incluso se criminalizan— otras experiencias que no encajan en ese esquema.

(…) Por el contrario, las mujeres de clase trabajadora, racializadas o pertenecientes a comunidades estigmatizadas enfrentan coordenadas materiales y relacionales radicalmente distintas. No porque sientan menos, sino porque los costos de ajustarse al molde hegemónico del dolor son demasiado altos, y porque las redes comunitarias, los lazos afectivos y las condiciones de supervivencia no permiten respuestas que rompan con todo. En estos contextos, el conflicto suele abordarse desde otras claves: más vinculadas a la necesidad de sostener lo vivible que al reconocimiento público del daño. Imponer el relato burgués del trauma como única forma legítima de nombrar la violencia borra esa diversidad estructural y neutraliza las estrategias políticas que podrían ser más emancipadoras para quienes no gozan del capital simbólico de la víctima ejemplar. Obliga a las más precarizadas a representar un papel que no responde a sus condiciones de vida ni a sus intereses de clase, despojándolas de herramientas propias para gestionar el conflicto sin destruir lo que aún sostiene sus existencias.


No queremos destriparos el texto, sino animaros a que lo leáis completo. Por eso vamos a acabar señalando que, además del tesoro de crítica y autocrítica que suponen sus reflexiones, no se queda en ello, y no es precisamente breve la parte del texto que intenta dibujar las líneas generales de lo que podría ser las que denomina Justicias transformativas: 

Hasta aquí hemos desarmado las formas en las que el régimen punitivo moldea subjetividades, emociones, vínculos, instituciones y discursos. Hemos visto cómo, bajo la excusa de proteger a las víctimas, se refuerza un orden afectivo, moral y político que necesita sujetos dóciles, relatos clausurados y emociones homologadas. Pero este diagnóstico, por preciso que sea, no basta si no abre grietas por las que se pueda imaginar una salida. No una reforma, sino una ruptura. No una alternativa amable, sino una violencia divina.

La noción benjaminiana de violencia divina (1921) nos permite pensar una forma de intervención que no se inscribe en el círculo mítico de la ley, del castigo, del escarmiento, sino que lo interrumpe radicalmente. No se trata de sustituir una norma por otra, sino de suspender el sistema que convierte el daño en espectáculo, la justicia en penalidad, y la diferencia en amenaza.(…)

(…) Justicias transformativas: más allá del castigo, más allá del Estado

Las justicias transformativas no son un «método alternativo» para lidiar con la violencia, como a veces se presenta en sus versiones institucionalizadas.

Son una apuesta radical por desmantelar la centralidad del castigo en la forma en que entendemos la justicia, el daño y la comunidad. En lugar de preguntarse «quién ha hecho qué y cuánto merece sufrir por ello», se centran en quiénes han sido afectadas, qué necesitan para sanar, y qué condiciones estructurales debemos transformar colectivamente para que ese daño no se repita.

Siguiendo a Danielle Sered en Until We Reckon,25 la justicia transformativa se construye sobre tres pilares: responsabilidad individual (no como castigo, sino como conciencia del daño causado), reparación colectiva (no como compensación, sino como transformación del vínculo) y transformación estructural (no como mejora de las leyes, sino como desarticulación de los marcos que permiten el daño). No hay automatismo, no hay moralismo, no hay victimismo: hay conflicto, deseo de agencia, complejidad relacional.

Este enfoque desplaza el conflicto del terreno judicial al terreno político y comunitario. Implica repensar nuestras condiciones materiales, afectivas y simbólicas para construir un nosotr*s que no se sostenga en la exclusión, sino en la corresponsabilidad. Pero, sobre todo, desactiva la producción subjetiva de la víctima irrecuperable, del agresor monstruoso y de la comunidad aterrada. Reconstruye el lazo, no sobre la pureza moral, sino sobre la potencia colectiva.

(…)Por una política radical del deseo y la reparación

Lo que comparten las justicias transformativas y los feminismos disidentes no es solo una crítica al castigo. Es un proyecto común: interrumpir la maquinaria moral, jurídica y emocional que nos impide pensar otros mundos posibles. Ambas corrientes, en su confluencia, apuntan a una subjetividad que no se define por el trauma ni por la inocencia, sino por la capacidad de transformar, de responsabilizarse, de implicarse.

Estas propuestas no piden permiso. No suplican reformas. No hacen pedagogía para complacer al poder. Son praxis vivas de experimentación política. Saben que el Estado no vendrá a salvarnos, y que las leyes no son un espacio neutral de justicia. Por ello es necesario practicar la desobediencia afectiva, la construcción de alianzas no identitarias y la invención de nuevos lenguajes para narrar el daño y el deseo.

Nombrar esta potencia como violencia divina no es una metáfora poética: es una toma de partido. Es la afirmación de que, frente a la razón mítica que nos somete con la promesa de orden, elegimos una interrupción. Una suspensión del mandato de castigar, de purificar, de representar el daño como espectáculo. Una afirmación de que la justicia no necesita tribunales, sino vínculos. No necesita sentencias, sino procesos. No necesita mártires, sino sujetas vivas, deseantes y capaces de reorganizar el mundo.

Porque si el castigo es la forma en que el poder gestiona su miedo, la justicia transformativa y los feminismos disidentes son la forma en que nosotras gestionamos nuestro deseo. Y esa diferencia no es menor: es todo lo que necesitamos para que el presente no sea un eterno retorno del daño, sino una posibilidad de vivir juntas sin tener que pedir permiso para hacerlo.



 

 

 

 

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