En el muy interesante último número de Ekintza Zuzena (el 49) se incluye un artículo de Iraultzak Lagunduz. Por esas cosas que a veces pasan, la versión que aparece en la revista impresa no está completa, así que os trasladamos ahora la versión completa.
Apuntes desde la retaguardia
Hace cerca de dos años decidí que era el momento de dar dos pasos atrás en el lugar que ocupaba en los movimientos populares en los que milito. La intención era ser consecuente con la idea de que hay un perfil concreto de la militancia de los movimientos populares que, para que corra aire renovado y no tan viciado, debemos dejar espacio: mayoritariamente hombres, blancos, de edad madura, sin grandes carencias materiales y con muchos años de formar parte y ser caras visibles. El proceso no ha terminado, pues aún sigo ensayando (y errando) la ubicación conveniente, pero creo que esta nueva situación me permite observar con una perspectiva distinta, y así constatar realidades que igual tenía delante de los ojos, pero que determinadas inercias y hábitos militantes me impedían ver con claridad. Lo que sigue es un inicio (el asunto da para mucho más de lo que aquí tan solo se apunta) de análisis autocrítico de la falta de coherencia (de ese concreto sector militante) en nuestro actuar cotidiano con nuestros postulados antagonistas. El objetivo no es ajustarnos cuentas o descargar conciencias, (para eso están las tertulias, los twitts, los divanes y los confesionarios) sino contribuir a la tan necesaria (como poco practicada) transmisión generacional con una de las herramientas que quizá pueda ser de la mayor utilidad a las nuevas generaciones: analizar nuestros errores para intentar no volver a cometerlos. Dejo claro de inicio también que en este texto no se realiza el análisis crítico de esas nuevas propuestas revolucionarias, análisis que, de forma extensa (y no ortodoxa) venimos realizando en el blog https://iraultzaklagunduz.blogspot.com/
¿Revolucionarixs, revoltosxs o simples progres?
Los análisis y debates que están propiciando las nuevas propuestas revolucionarias surgidas de la juventud vasca, entre otras muchas aportaciones interesantes, están sirviendo (al menos a quien suscribe) para situarnos frente al espejo a las generaciones anteriores (las relativas a la militancia en los 80, 90 y primera década del XXI) y contemplarnos con menos complacencia y más actitud crítica. Porque, aunque no se dirijan directamente a nosotrxs, algunos de sus cuestionamientos deberían interpelarnos.
Así, aunque reconocen y aprecian en todo su valor el mantenimiento de la llama revolucionaria que durante décadas ha llevado a cabo una parte no desdeñable del movimiento popular vasco (principalmente el centrado en la llamada cuestión nacional) haciendo frente a una brutal represión, al resto, a quienes dedicábamos nuestros esfuerzos en las luchas sectoriales que tenían como común denominador aspirar a la transformación social[1] , si prestamos atención a su mensaje de fondo, lo que nos están diciendo es: realmente vosotrxs no habéis sido revolucionarixs, sino simples revoltosxs asumibles por el sistema[2] . Y creo que no les falta razón.
En la mayoría de los casos nuestras luchas (insisto, en lo que a los movimientos populares del llamado primer mundo se refiere, que no así en otras zonas) se han basado en la denuncia o la reivindicación ante las medidas o políticas (o la falta de ellas) que llevaban a cabo los distintos rostros de los poderes institucionales que en sus diversos niveles y ramos sirven de sustento al orden establecido, lo que, de
forma indirecta, suponía reconocerles como interlocutores. Pocas veces hemos sido capaces de generar alternativas reales (más allá de interesantes experiencias de nuestro cogollito) que permitieran transformar en sí mismas el modelo social, cuestionando con ello la propia existencia de esos poderes institucionales.
Si realmente no hemos sido cuestionadorxs de ese modelo social (el capitalismo en su versión países desarrollados), es porque él se encargaba de atemperar nuestros impulsos mediante la trampa anzuelo de su Estado del bienestar[3], de cuyas migajas sobrevivíamos sin hacerle grandes ascos, a pesar de sus dos terribles fundamentos: 1) su origen: la explotación de miles de millones de personas, el expolio de los recursos naturales, y la degradación creciente de la propia naturaleza; 2) sus consecuencias: hambrunas y miseria material; guerras por intereses geoestratégicos y comerciales; obligación a los desplazamientos y las migraciones no deseadas; desastres naturales inducidos; agotamiento de reservas del planeta, exterminio de culturas para imponerles “la nuestra”, y demonización de personas y colectividades que piensen, sientan, o incluso no se asemejen físicamente a nuestra imagen modelo. Y, lo que es peor, ahora, desde la poltrona de nuestro supuesto bagaje militante, no son pocas las críticas que vertemos con desdén hacia las nuevas propuestas revolucionarias... mientras hacemos las cuentas de la lechera con las nuevas migajas en forma de pensiones con las que el Estado compra nuestra paz social subvencionada.
Normal que las generaciones jóvenes revolucionarias pasen bastante de nuestras batallitas revoltosas cuando descubren que, con nuestra aceptación implícita de ese estado del bienestar, de alguna forma
hemos contribuido a apuntalar un sistema que es el que les condena a un duro presente y un futuro desolador (por supuesto, no estamos diciendo que esas generaciones militantes seamos las responsables de lo que hay, ni que nos hayamos dedicado a darnos la vidorra, que a no poca gente le ha supuesto cárcel, o incluso la vida, y a la mayoría muchas, pero que muchas horas de dedicación militante). La élite económica que posee el verdadero poder de decisión (y que ya se ha engullido totalmente al político, incluso en el teatro de la representación política) es la que impone, ya sin ningún tipo de miramiento o escrúpulo ético, la explotación y el expolio. Pero, para ello, a pesar de su cada vez mayor poder coercitivo y de control social generalizado, le es imprescindible nuestra complicidad, aunque sea indirecta. Es algo que las generaciones militantes a las que estamos haciendo referencia, en general, no hemos sido capaces de utilizar como elemento central de nuestro antagonismo. El ponerlo sobre la mesa no es para autoflagelarnos, sino para subrayar que, a pesar de todo, el poder no es tan omnipotente como quisieran que creamos, y que si las nuevas generaciones son capaces de articular la ruptura de esa complicidad, el poder se resquebrajaría.
Sin embargo, esas nuevas generaciones revolucionarias harían bien en tener en consideración algo que nosotras, como se desprende de todo lo comentado, en la mayoría de nuestros planteamientos, y más allá de los discursos generalistas, no hemos tenido en cuenta: que esa situación de futuro desolador que contemplan lo es en comparación con las condiciones que en esta parte del planeta hemos vivido las
generaciones anteriores, pero que en otras zonas del mundo son miles de millones las personas las que llevan muchas décadas sobreviviendo en esas condiciones que imposibilitan una vida digna. Eso quiere decir varias cosas. Por un lado, que la revolución no debe tener como objetivo principal que nosotrxs, la parte privilegiada del planeta, recuperemos privilegios perdidos [4]y las nuevas generaciones puedan aspirar a mayores progresos económicos o de bienestar material que los conseguidos por sus generaciones anteriores, pues es ese mismo concepto de “progreso” o “desarrollo” el que ha llevado al planeta y la población mundial a la situación actual. Por otro, que tampoco se trata simplemente de que mediante un proceso revolucionario las clases empobrecidas arrebaten a las enriquecidas las riendas del proceso productivo. Es imprescindible plantearse otras cuestiones de fondo que hagan posible cambiar la situación: ¿qué queremos producir? ¿para qué lo queremos producir? ¿para quién? ¿cómo lo queremos producir? ¿a cambio de qué? ¿a costa de quién o qué?... Y, a partir de dar respuesta adecuada a esas preguntas, empezar a abordar la tarea de crear alternativas reales, aquí y ahora (adecuadas principalmente a la gente más precarizada, no a la más concienciada teóricamente), para comenzar a abrir camino.
Dando un paso más en esa línea, hace unas fechas[5] un antimilitarista, haciendo referencia a este movimiento, que es el que conoce, pero con un razonamiento extrapolable a gran parte del resto de movimientos populares por la transformación social, afirmaba[6]:
Antimilitarismoak, bere aldetik, aldarrikapenetara mugatzen du bere eginbeharra. Ekimen praktiko batzuk karitatearekin eta elizarekin lotu izan dira, eta gorriok aldarrikatu besterik ez genuen egiten. Niri akats larria iruditzen zait. Pertsonen arazoei modu praktikoan erantzuten saiatu behar da eta, aldi berean, argi esan zer aldatu behar den horrelako kasu gehiago ez gertatzeko. Aldarrikatzea beste ezer egin gabe, progrea izatea da. Baina zer desberdintasun dago eskuindar eta progre baten artean? Antzeko tokietan egiten dugu lan, antzeko soldata kobratzen dugu, antzeko tokietara joaten gara oporretara, antzeko autoak izaten ditugu... bizitzeko eran ez dago alde handirik eta hori faltsukeria da. Ez dut esaten jendearen errua denik, baina askotan ez gara kontziente kapitalismoak nola harrapatzen gaituen.
No interesa tanto para este texto entrar en el proceloso debate sobre la progresía, pero sí en ese otro que se señala sobre la falta de respuesta práctica a los problemas concretos de la gente. Porque la actual dinámica del poder económico-político, por la fase de descomposición del sistema capitalista, en su huida ciega hacia adelante va a arrastrar a cada vez a mayor proporción de la población del planeta (y a este mismo) a unas condiciones no solo de ausencia de vida digna, sino de situaciones cotidianas en las que va a ser complicada incluso la propia subsistencia. Es algo que en otras zonas del planeta llevan padeciendo desde hace décadas, con lo que haríamos bien en no pensar que ahora, porque nos llega a nosotrxs, es cuando hay motivos para una revolución mundial que vayamos a protagonizar nosotrxs, y fijar la atención y aprender de lo que aportan las experiencias de resistencia y transformación en esas partes del mundo, algunas de ellas incluso generando realidades por fuera del capitalismo (la revolución zapatista, por ejemplo, pero no solo), en la mayoría de los casos teniendo como denominador común la organización comunitaria.
Es ahí, volviendo a nuestra realidad, donde esas generaciones militantes pensamos que tenemos por afrontar una de las tareas pendientes: la de, mientras las generaciones más jóvenes impulsan un movimiento revolucionario en la forma que vayan decidiendo, empeñarnos nosotras, en lo muy local de nuestros pueblos y barrios, en tejer las redes y relaciones comunitarias y vecinales que permitan dotarnos de los instrumentos adecuados para hacer frente a las necesidades que se avecinan, haciéndolo al margen de las instituciones, desde la autogestión popular. La cuestión es bastante más complicada de lo que pueda parecer su simple enunciación, porque se trata de ponernos a trabajar codo con codo (no desde lo ideológico, sino desde lo meramente práctico) en esa tarea con los diversos sures que ya conviven en nuestro norte, con quienes no tenemos costumbre de relacionarnos en nuestra cotidianeidad, y para lo que será imprescindible ir desprendiéndose de nuestros privilegios, o aprender a comunizarlos junto a los saberes populares que esos sures incorporan, haciendo de ello también una herramienta transformadora. Algunas experiencias concretas surgidas durante la pandemia o en torno a la lucha contra los desahucios, demuestran que la posibilidad es real.
Análisis autocrítico, transmisión generacional, renuncia a los privilegios[7] e impulso del comunitarismo autogestionado, entre otros, son algunos de los grandes retos que esas generaciones añejas tenemos por acometer. Ahora hace falta que nos pongamos a ello.
Iraultzak lagunduz, febrero 2023
[1] Incluiríamos aquí a los movimientos antimilitarista, ecologista, okupa, radios libres, cultura alternativa, en parte el feminista, internacionalista, de derechos sociales, en parte el antirracista, antidesarrollista, estudiantil...
[2] Es cierto que, al menos en EH, tomando parte en esos movimientos populares también había no pocas personas con planteamientos ideológicos revolucionarios que trascendían la cuestión nacional. Hablamos, principalmente (aunque no solo), de quienes nos sentimos parte del movimiento autónomo, a quienes, no obstante, en bastante medida, se nos puede aplicar buena parte de esa crítica.
[3] Que, ojo, no fue ningún regalo, sino habilitar una concesión que permitiera poner freno al antagonismo obrero, que, en esta parte del mundo, amenazaba seriamente el ciclo expansivo capitalista de aquellos años.
[4] Lo que no es aplicable a la población mundial -ni soportable por el planeta- no es un derecho, sino un privilegio.
[5] https://www.argia.eus/argia-astekaria/2812/luzio-tabar-trapuketaria
[6] El antimilitarismo, por su parte, limita su quehacer a las reivindicaciones. Algunas iniciativas prácticas se han asociado a la caridad y a la iglesia, y los rojos no hacíamos más que reivindicar. A mí me parece un grave error. Hay que intentar responder de forma práctica a los problemas de las personas y, al mismo tiempo, denunciar con claridad qué hay que cambiar para que no se repitan más esas situaciones. Reivindicar sin hacer otra cosa es ser progre. Pero ¿qué diferencia hay entre un derechista y un progre? Trabajamos en lugares similares, cobramos un sueldo similar, vamos de vacaciones a sitios similares, tenemos coches similares... en la forma de vivir no hay muchas diferencias y eso es una falsedad. No digo que sea culpa de la gente, pero muchas veces no somos conscientes de cómo nos atrapa el capitalismo
[7] Por lo que se refiere a los hombres, la renuncia activa a nuestros privilegios, base fundamental de patriarcado es otra de las tareas inaplazables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario