La ofrenda del corazón, tapiz de Arras (c. 1400-1410)
Un buen amigo de la Tierra de buen sol y del buen vino, la de los Andes infinitos, Mendoza (Argentina), del que hacía tiempo no sabíamos nada, nos hace llegar el texto que hoy os acercamos. Human Wide Web. Tramar vida en las ruinas y la interdependencia como acto radical.
Maullo, que así firma nuestro amigo, nos aclara desde el principio que:
"Human Wide Web" está inspirado en el concepto de
la "Wood Wide Web", una red subterránea de hongos y raíces que
permite la comunicación y el intercambio de nutrientes entre árboles. De manera
análoga, esta obra explora cómo los seres humanos estamos profundamente
conectados a través de nuestras ideas, emociones y acciones, tejiendo una red
invisible pero poderosa que nos une como especie.
Es un texto con reflexiones de las que no te dejan indiferente. Pongamos algún ejemplo. Maullo, al comenzar el texto nos lleva a analizar con otros ojos la mendicidad:
Voy a comenzar con algo que parece no tener relación con el
título de este escrito, pero créanme que detenernos en ello es necesario. La
mendicidad, entendida no solo como una situación marginal, sino como un reflejo
de nuestra vulnerabilidad compartida y la necesidad de los otros, nos enfrenta
a una verdad que, por lo general, permanece oculta bajo las estructuras sociales
que la invisibilizan. Hablar de interdependencia sin hablar de cómo la
necesidad se estigmatiza sería dejar de lado una parte fundamental del
problema. La pregunta sobre la dignidad en la mendicidad podría enfrentarnos
con una paradoja desafiante. Si se entiende la dignidad como un atributo
intrínseco del ser humano, independiente de su situación económica o
productiva, entonces la mendicidad no la anula. Sin embargo, si la dignidad se
define únicamente a través de la autosuficiencia y el reconocimiento social, la
cuestión se vuelve más compleja. No es la dependencia lo que degrada, sino el
estigma que la rodea. Vivimos en una sociedad que castiga la necesidad de apoyo
como si fuera un fracaso individual, cuando en realidad nadie es verdaderamente
autosuficiente. Reivindicar la interdependencia no implica romantizar la
carencia, sino reconocer que todos, en distintos momentos y formas, necesitan del
otro para sostenerse. Tal vez la mendicidad, en su forma más visible y
estigmatizada, no es más que la expresión descarnada de una verdad universal:
la vida en común atraviesa a todos, aunque algunos deban pedir con más
evidencia que otros.
En un mundo donde los relatos dominantes exaltan la
autosuficiencia y el individualismo como virtudes supremas, reivindicar la
mendicidad como un acto humano resulta casi necesario. En una era marcada por
la deshumanización de las relaciones sociales, los líderes políticos y económicos
promueven narrativas que glorifican el éxito a cualquier costo, mientras
invisibilizan a quienes quedan marginados por sistemas diseñados para favorecer
solo a unos pocos. En este contexto, recuperar la palabra 'mendigar' puede
entenderse no solo como un acto de reivindicación, sino también como una forma
de denunciar cómo las estructuras actuales obligan a todos, de una manera u
otra, a mendigar algo: estabilidad, reconocimiento, pertenencia o amor. Y si,
además, el trabajo ya no garantiza dignidad y las redes de apoyo se han
mercantilizado, ¿no sería más honesto aceptar que todos dependemos de otros
para sobrevivir, tanto emocional como materialmente?
Hay algo profundamente perturbador en la relación entre
trabajo y dignidad. Se ha inculcado la idea de que el esfuerzo individual es la
única vía legítima para la supervivencia, que ganarse el sustento es un deber
moral y que depender de otros constituye una afrenta a la autonomía.
Pero, ¿qué ocurre con aquellos que, pese a su capacidad y entrega, nunca
logran encajar en un sistema que premia la sumisión? ¿O con quienes desafían la
lógica de la competencia permanente y buscan otras formas de aportar valor?
Sus profundas reflexiones sobre la mendicidad así entendida, le lleva a conclusiones como estas:
En un mundo obsesionado con el individualismo, se nos hace
difícil imaginar alternativas donde la colaboración y el apoyo mutuo sean los
pilares de nuestras relaciones. Pero estas alternativas existen, aunque estén relegadas
a los márgenes. En comunidades informales, en redes de amistad o en espacios de
resistencia, encontramos ejemplos de cómo la vida puede organizarse de otra
manera: sin jerarquías rígidas, sin exigencias de productividad constante, sin
castigar a quienes no encajan.
Estos espacios no son perfectos, pero nos recuerdan que otro
mundo es posible, uno donde nadie tenga que mendigar dignidad.
Sin embargo, construir ese mundo requiere un cambio profundo
en nuestra forma de pensar y relacionarnos. No basta con criticar el sistema si
seguimos reproduciendo sus dinámicas en nuestras interacciones cotidianas.
Debemos aprender a escuchar sin juzgar, a valorar sin medir, a abrirnos a
formas de ser y pensar que nos desafían. Esto implica cuestionar nuestras propias
expectativas: ¿por qué nos incomoda tanto alguien que habla diferente, que
piensa diferente, que actúa diferente? ¿Qué miedos o inseguridades proyectamos
sobre ellos? Solo al enfrentar estas preguntas podremos empezar a desmontar los
prejuicios que perpetúan la exclusión, incluso entre nuestras propias huestes.
La hipocresía no es solo de quienes ostentan el poder, sino también de quienes,
desde posiciones de supuesta apertura, siguen cerrando puertas a quienes no
cumplen con sus normas tácitas.
A lo que posteriormente añade:
Esto deja en evidencia una verdad incómoda: las estructuras
sociales no están hechas para integrar la diferencia, sino para excluir a
quienes cuestionan las formas establecidas de ser y relacionarse. Sé que no es
una idea nueva, ni estoy diciendo algo novedoso, pero la repetición de esta
realidad no hace más que subrayar su persistencia. A lo largo de la historia,
la marginación de las voces disonantes ha sido la regla, no la excepción.
No es solo la indiferencia del sistema, sino la crueldad de
quienes deberían ser aliados, pero en lugar de eso se burlan o juzgan a quienes
dicen las cosas que nadie más dice, y lo hacen de maneras que rompen con las
convenciones formales. Estas personas, que presumen de apertura y se consideran
progresistas en algunos casos, reaccionan con desdén cuando alguien desafía sus
expectativas sobre cómo deben expresarse o comportarse en espacios formales. No
escuchan, no reflexionan; prefieren ridiculizar o desacreditar antes que
cuestionar sus propios marcos y matrices. Por otro lado, bajo el disfraz de la
corrección política o la formalidad, perpetúan los mismos prejuicios que dicen
combatir.
Otra reflexión posterior tiene que ver con la sabiduría de las plantas:
Uno de los aspectos más fascinantes de las plantas es su
capacidad para memorizar condiciones ambientales pasadas. Esta “memoria” no es
consciente como la humana, pero se manifiesta en su habilidad para ajustar sus respuestas
de acuerdo con lo que han experimentado previamente. Por ejemplo, si una planta
atraviesa una sequía prolongada, aprenderá a gestionar el agua con mayor
eficiencia en el futuro, modificando su estructura interna o alterando su
patrón de crecimiento. Este proceso de aprendizaje adaptativo es clave para la
supervivencia a largo plazo, y se basa en la capacidad de las plantas para recordar, ajustarse y mejorar
continuamente. Esta inteligencia vegetal está ligada a una red de relaciones
simbióticas que las plantas mantienen con otras especies, como los hongos
micorrícicos, que permiten el intercambio de nutrientes, o con otras plantas
que se protegen mutuamente del viento o de plagas. Estas relaciones no son
accidentales, sino que reflejan un profundo conocimiento de la importancia de
la cooperación para la supervivencia colectiva. A través de redes subterráneas,
conocidas como lo que, en alusión a las siglas www
de la internet, los científicos denominan la wood wide web
(“amplia red de madera”), las plantas comparten recursos con sus vecinas,
enviando nutrientes a quienes están en peligro o recibiendo apoyo cuando lo
necesitan. Aunque la competencia existe —por luz, agua o nutrientes—, esta no
domina de manera destructiva. Las plantas han desarrollado formas de equilibrar
la competencia con la cooperación, demostrando que su supervivencia depende de
la salud del ecosistema en su conjunto.
¿Qué podríamos aprender de ellas?
Esas y otras reflexiones le conducen (y él a nosotras) a plantearse otras cuestiones:
Cada vez que elegimos explotar la tierra en lugar
de respetarla, perpetuamos las mismas estructuras que excluyen a quienes no
encajan en las normas establecidas. La degradación del medio ambiente y la
desigualdad social están profundamente conectadas: ambas son consecuencias de
un sistema que valora el beneficio a corto plazo sobre el bienestar a largo plazo.
Por eso, no podemos abordar el cambio climático sin cuestionar también las formas
en que organizamos nuestras relaciones humanas. Quizás sea hora de replantear
nuestra relación con la naturaleza, siguiendo el ejemplo de las plantas. Así
como ellas comparten nutrientes a través de la "Wood Wide Web",
podríamos imaginar economías que prioricen la redistribución de recursos en
lugar de la acumulación desmedida
No vamos a seguir detallando la reflexiones de Maullo en un texto que no es largo, y que recomendamos leer en su totalidad. Adelantemos, eso sí, que varias de las reflexiones a las que nos va introduciendo, hacia el final del texto se entrelazan. Un ejemplo:
Las plantas "saben" cuándo intercambiar
nutrientes, cuándo advertir sobre una plaga o cuándo protegerse entre sí del
viento y la sequía. Nosotros también debemos aprender a leer las necesidades de
la comunidad y responder con empatía y anticipación. Para ello, es necesario un
cambio en nuestra concepción del apoyo: dejar de verlo como un acto de caridad
y comenzar a entenderlo como un derecho compartido y una responsabilidad común.
Si tomamos como referencia la vida compleja y adaptativa de las plantas,
podemos redescubrir el valor de la cooperación, la interdependencia y la
resiliencia. Aplicando estos principios en nuestras relaciones sociales,
podremos construir un mundo más justo y equitativo, donde el bienestar
colectivo sea el eje de nuestras interacciones.
Las plantas nos enseñan que el éxito de un sistema no se basa en la
competencia individual, sino en la capacidad de aprender, colaborar y
sostenerse mutuamente. La pregunta fundamental es: ¿estamos dispuestos a
re-aprender de la naturaleza y a construir nuestras sociedades sobre los mismos
principios que sostienen la vida en la Tierra? Si lo hacemos, la posibilidad de
un mundo más justo y equilibrado estará al alcance de nuestras manos.
Nos parecen importantes estos textos que, alejándose de la "rigurosidad pensante militante" nos abren interrogaciones y nos aportan miradas diversas sobre realidades demasiado irreales. Y no solo eso, nos hacen pensar "con otros ojos", y nos proponen herramientas para pasar del pensamiento a la acción.
Nos ha alegrado mucho saber de Maullo, pero más todavía disfrutar de sus reflexiones, alimento nutritivo para el quehacer transformador. Mila eZker bihotz-bihotzez.